Una obra social silenciosa a través de la cual se valora el papel más importante que debe esperarse de la religión católica o de cualquiera de las religiones: la solidaridad humana

 

Un vocerío de dialectos dispares y el tintín de los cubiertos golpeando con avidez los platos, agita el merendero de la Posada San Francisco, entre las siete y las ocho, cada noche.

Es el mundo de estibadores, mendigos, artistas de la calle, comerciantes informales, vagabundos o ancianos sin amparo que han descubierto un sitio donde cenar, ir al baño y acostarse sin pagar más de un dólar y medio por el refugio. Si son de tercera edad, les cuesta un dólar.

La fundó en 1967 el cura Alfonso Terán en el convento de San Francisco, barrio El Sagrario, en el núcleo urbano más central de Cuenca. El objetivo inicial fue acoger a los estibadores que hacían mala noche en rincones del mercado 10 de Agosto, y darles una elemental orientación cristiana para los menesteres de la vida.

En 44 años, es un modelo de casa de protección social donde acude gente rural de Cuenca, de distantes provincias, parientes de enfermos pobres en los hospitales, o extranjeros de mochila al hombro que ofician de artesanos con tendidos de baratijas policromas en portales y plazas públicas.

También hay mujeres, aunque pocas. Son vendedoras de mercados, pordioseras de las esquinas o lavanderas de ropa ajena a orillas del Tomebamba, parte vistosa del paisaje patrimonial del mundo que llevan de recuerdo en postales y fotos los turistas.
Las puertas de la Posada se abren de las seis de la tarde a ocho de la noche. Después, solo por emergencia, se recibe a algún necesitado. Nada de ebrios o gente con conflictos.

Apenas ingresan los huéspedes refrescan sus fatigas laborales en las duchas y se alistan para la merienda puntual, a las 18:45. Tras la sobremesa y las oraciones de gratitud por lo vivido, los varones van al dormitorio cuyo acceso tiene la foto y el nombre de Monseñor Alberto Luna y, las mujeres, al frente, al dormitorio signado con la foto y el nombre de Manuel de Jesús Serrano Abad, arzobispo en cuya administración nació el establecimiento.

Entre las seis y las ocho de la mañana, al otro día, la gente sale a sus diligencias, después del desayuno. "Es increíble el buen servicio tan barato que recibimos", comenta una joven francesa que se deja captar la foto pero oculta el nombre. Su esposo, peruano, duerme al frente: "Estoy feliz, no escucho como ronca", dice risueña, en mal Castellano, la mujer que merca anillos, aretes, tejidos y diminutas artesanías por las plazas más concurridas de la ciudad.

Cada huésped tiene sus propios dramas: mercaderes por temporadas para hacer buenos negocios o sufrir pérdidas con clientes incumplidos; albañiles perentorios que si regresaran cada día a casa apenas les quedarían centavos para gastos de familia; mercachifles, saltimbanquis o jovencitos que se embadurnan de tizne para parecer estatuas en una esquina. En fin

La Posada funciona bajo responsabilidad del párroco del templo de San Francisco, cuyo convento colinda con la plaza del mismo nombre, surtida de tiendas populares que venden de todo y donde cientos de desocupados van a exhibirse por si alguien los ocupa; también colinda con el mercado 10 de Agosto, hervidero de gente ajetreada en comprar víveres en los puestos fijos o de manos de los ambulantes, como los huéspedes del albergue.

Es admirable la paciencia, sacrificio, desprendimiento, del personal encargado de servir a ese grupo de congéneres urgidos de refugio donde pasar las noches

 

La Posada ofrece talleres de artesanía, imparte catequesis o charlas de promoción humana a sus clientes. También se preocupa por la salud de ellos, los reparte ropa y medicinas, tramita alguna ocupación y les orienta para que obtengan su identificación en el Registro Civil, si no la tienen, que son casos frecuentes. La Municipalidad de Cuenca y el Ministerio de Inclusión Económica y Social mantienen convenios de apoyo económico y solidario.

No es muy fácil tratar con ellos y con ellas. "Hay que actuar con táctica para que acepten las normas del establecimiento, como no   fumar y no lavar medias e interiores en lavamanos o la ducha. O cuando alguien llega ebrio y provoca escándalos entre los compañeros", comenta Sandra Celdu, Trabajadora Social. Entonces hay que pedir auxilio a otras entidades, para que se lo lleven al sitio que corresponde. Quien así actúa no es recibido más.

Los dormitorios de varones y mujeres identificados con los retratos de los obispos Alberto Luna y Manuel de Jesús Serrano.

En estos días la profesional hacía gestiones con un asilo para ubicar a una anciana siempre protestona con la alimentación y pendenciera con las compañeras del dormitorio a las que no deja conciliar el sueño. "No hay modo de apaciguarla para que esté tranquila", dice. La señora sale temprano para supuestamente pasar el día en rehabilitación del hospital público y llega puntualmente al atardecer. Hay temporadas en que desaparece.

De vez en cuando, también hay problemas disciplinarios. La relación entre gentes de diferente temperamento y dispares proveniencias, crea afinidades o distancias. Es habitual entre ellos llamarse por apodos que aceptan con humor o con rencores: no han faltado trompizas por esta causa.

Alguna vez se armó   bronca entre albañiles, uno originario de Turi y un cañarejo de Ingapirca. Cuando se habían trenzado a golpes, las barras hicieron del episodio un litigio interprovincial, alentando a uno u otro pueblo. Cuando el personal administrativo de la Posada logró separarlos, ya no eran Carlos o Alberto, sino Turi o Ingapirca, para siempre.

El sentido del humor, propio y exclusivo de la naturaleza humana, encuentra fluidez en los apodos, sencillos pero certeros, como llamarle Pata Loca a un campesino vejanco de original cojera, que anda como si pisara en altibajos.

El establecimiento se mantiene con recursos parroquiales provenientes de las limosnas recogidas en los oficios religiosos del templo; también con la colaboración de dueños de tantos negocios del vecindario, que donan arroz, azúcar, atunes, patatas   y otros alimentos.

Los cuencanos en general ignoran la existencia de la Posada San Francisco. Es una de las obras sociales silenciosas a través de las cuales se valora el papel más importante que puede esperarse de la religión católica o de cualquiera de las religiones: la solidaridad humana. Es admirable la paciencia, sacrificio, desprendimiento, del personal encargado de servir a ese grupo de congéneres urgidos de refugio donde pasar las noches.

 

Las buenas y las malas...

Rigoberto Jara, el cura de la parroquia, vigila el buen funcionamiento de la Posada, que cuenta con el personal indispensable para la administración, el aseo y la cocina.

"Es gente vulnerable, que merece el trato especial que les niega la sociedad en que vivimos", comenta, mientras guía por comedores, cocina y dormitorios: un ambiente de pulcritud se percibe en el ambiente, en contraste con la condición social, humana y económica de los usuarios.

Todos los días se cambia las sábanas usadas cada vez por pasajeros nuevos y uno de los rubros importantes del mantenimiento es la limpieza.
Son frecuentes los casos de analfabetos e indocumentados que buscan alojamiento y son acogidos sin cédula ni documento de identificación alguna.

Para eso, precisamente, la Posada lleva el nombre del santo patrono de los pobres.

A veces se dan experiencias dolorosas, como la de un albañil de la tercera edad que una noche se sintió indispuesto y fue trasladado al hospital en una ambulancia. Falleció en pocas horas y de él apenas se conocía el nombre. Hubo que seguirse ingeniosas pistas para dar con los familiares en Quingeo, quienes le habían olvidado y debieron ir a la morgue para identificarlo.  

Una experiencia positiva fue el 28 de noviembre pasado, día del Censo. Los internos fueron advertidos que no podían ir a la calle ese domingo y se aprovechó para un día de confraternidad y alegría. "Fue un programa bello, con misa solo para ellos, intercambio de amistad y una parrillada que la disfrutamos todos", dice el cura de la parroquia: 30 hombres y cinco mujeres fueron censados en la Posada, pero faltaron quienes habían ido a pasar con la familia y quizá después lamentaron por lo que se habían perdido.

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