Por Marco Tello

Marco Tello Quien haya disfrutado de esta novela habrá descubierto aspectos fascinantes de la condición humana. Sería un buen homenaje, en el cincuentenario de la muerte del autor, releerla, antes de que el criterio del mozo del bar se imponga en la consulta a los ecuatorianos sobre la prohibición de los espectáculos donde se matan animales.

Ernest Hemingway nació en julio de 1899 y murió en julio de 1961. Su primera novela "Fiesta" (1926) se considera una temprana manifestación del desencanto de una generación que pasada la gran guerra dio curso a la existencia en la pura diversión. Jack Barnes, el protagonista, representa al norteamericano en el exilio para quien la vida lacerada por la guerra carece de significado y se disuelve en el entretenimiento, en el goce pasajero aun del sufrimiento, en el amor efímero entre las brumas del alcohol. En la vida real, sin embargo, Europa modeló a Hemingway como ser humano y como artista: "Nadie que nunca haya abandonado su país ha escrito jamás algo que valga la pena de ser impreso", dice uno de sus personajes. No se trata de una novela autobiográfica; pero late en sus páginas la juventud apasionante del autor, que desafía el peligro, frecuenta los bares, ama las fiestas y las carreras de caballos; antes de conocer la fama literaria, ha brillado en su país por la pasión deportiva y la aventura.
Se cuenta que la madre, mujer muy religiosa, regaló a su tierno hijo un violoncelo esperando consagrarlo al arte musical; el padre, en cambio, médico fuerte de carácter, le obsequió a esa misma edad una caña de pescar y, antes de que el pequeño cumpliera diez años, le dio una escopeta y le enseñó a cazar. El temple del padre prevaleció sobre la delicada inclinación materna. La reciedumbre, la afición a la pesca, a la caza, al desafío, fueron parte de la herencia espiritual paterna. Y en la misma forma en que había muerto su padre, él se suicidó de un disparo de escopeta en julio de 1961.
Vienen a propósito de esta reflexión algunos fragmentos de "Fiesta", donde la actitud del autor y la del narrador se confunden. Recordemos por ejemplo el episodio en que las truchas saltan por encima del agua blanca de la cascada. Notando que una ha picado, Barnes tira del hilo y la saca con fuerza del remolino. Golpeada la cabeza contra el palo, la trucha se estremece antes de ser echada al bolso. En corto tiempo, ha pescado seis hermosas piezas que las abre, las destripa y devuelve
los desperdicios a la corriente del río.

Las coloca luego en la canasta sobre una suave capa de hierbas y se pone a leer una novela de amor a la sombra de un árbol, a la espera de la hora del almuerzo.
En Pamplona, Barnes enseña a los amigos el arte de distinguir entre el valor y la crueldad. Puesto que cuanto se relaciona con los toros constituye un espectáculo de violencia, es necesario captar las sutilezas que hacen prevalecer el goce momentáneo del peligro sobre el espanto y el dolor.   Abierta la puerta de la jaula en el toril, sale el animal con gran ruido, golpeando las maderas, y lo primero que halla son los bueyes llevados al corral para que sobre ellos se descargue la arremetida, evitando que cegado por el furor el toro se lastime las astas contra los muros. Ya en el ruedo, aconseja a su amiga Brett concentrar la atención en la carga del toro y en la tensión del picador, no en el caballo que agoniza ensangrentado. Y en el instante crucial en que el matador, alzado sobre la punta de los pies, saca el estoque y mide, al filo de la temeridad, la distancia que lo separa de la fiera enloquecida, lo que enmudece al aficionado -no al mero espectador- es el riesgo inminente, la secreta expectativa ante el final del drama sobre la arena.
En el bar, un chorro de café llena la taza de Barnes, que ha hecho un largo viaje desde París para asistir a las fiestas de San Fermín. El mozo que lo vierte sacude la cabeza, sin entender por qué las personas arriesgan la vida por simple diversión. Para mí no hay ninguna diversión en ello, dice, al enterarse por el cliente de que uno de los hombres cogidos esa mañana ha muerto. Había sido agarrado por la espalda y levantado en el aire mientras corría entre la alegre y colorida multitud perseguida por los toros.
Quien haya disfrutado de esta novela habrá descubierto aspectos fascinantes de la condición humana. Sería un buen homenaje, en el cincuentenario de la muerte del autor, releerla, antes de que el criterio del mozo del bar se imponga en la consulta a los ecuatorianos sobre la prohibición de los espectáculos donde se matan animales.


Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233