Una turba alcoholizada y fanática quemó a una mujer hace casi medio siglo en Molleturo y un crimen similar ha vuelto a ocurrir en un barrio de Cuenca en estos días. Pero en Molleturo la gente ya no está para esas cosas

Antigua foto con la cruz y el templo, testigos del episodio que conmovió al país.
En marzo de 1964 €“hace 46 años- el Ecuador se conmovió, estupefacto, ante la noticia de que una campesina fue quemada viva en Molleturo, parroquia de Cuenca entonces considerada el confín del mundo, detrás de los parajes inaccesibles de El Cajas.

En la madrugada del 26 de julio reciente, Ángel Molina, posible ratero de domicilios, fue incinerado por una multitud encolerizada haciéndose justicia por mano propia. Es uno de varios ajusticiamientos en el país en las últimas semanas. Ante la ineficiencia policial, la desconfianza en la administración de justicia, la corrupción de jueces y fiscales €“con las justas excepciones-, hay una regresión increíble frente a las crisis de seguridad de los actuales tiempos.
La diferencia entre el crimen de Molleturo y el de estos días está en que el primero cometieron individuos a quienes no había llegado la civilización, mientras este último es un acto a plenitud de conciencia, a fines de la primera década del siglo XXI, con sus avances en la comunicación, en la tecnología, en las relaciones humanas. El horroroso episodio debería sacudir la conciencia de la sociedad y, sobre todo, de las autoridades de gobierno, de justicia, de la legislatura, de las religiones, pues la indiferencia ante estos hechos sería una gravísima culpa.


Transcribimos el reportaje sobre el crimen de Molleturo, intitulado La Maldición del Fuego, que ha cobrado actualidad con los hechos de barbarie que ocurren en el país estos días. (Tomado del libro Palabras y Piedras Sueltas, recopilación de trabajos periodísticos de Rolando Tello Espinosa)

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En los años sesenta del siglo XX se conmovió el país por horrendos crímenes gestados en el fanatismo religioso de los campesinos, con vinculación de clérigos azuayos que al término de las investigaciones judiciales quedaron eximidos de culpabilidad.
En poblaciones cercanas a Cuenca fueron asesinadas varias personas. En Santa Ana, dos profesores de apellido Velecela perecieron a golpes de palos y machetes, acusados de comunistas; en San Cristóbal, El médico Jorge Merchán Aguilar y el Trabajador Social Hernán Vinueza, de la Misión Andina, fueron muertos a golpes por la misma sospecha y luego incineraron sus cadáveres; y, en Molleturo, la campesina Josefa Escandón, por defender una propiedad en litigio con el párroco, fue quemada viva durante una algazara macabra.
El caso más impresionante por el salvajismo llevado a extremos fantasmagóricos   es el de la Escandón, que originó un escándalo ya olvidado por los ecuatorianos, pero demostró que en la segunda mitad del siglo veinte ocurrieron manifestaciones cavernarias de religiosidad, solo posibles en lugares primitivos donde el cura párroco era un ser todopoderoso capaz de decidir el destino de los seres humanos.
Josefa Escandón cultivaba un terreno presuntamente donado a la Iglesia por sus antepasados. Ella lo sembraba y cosechaba los frutos, siempre con la oposición del párroco, Adolfo Clavijo, que varias veces derramó lágrimas desde el púlpito cuando se refería a la propiedad que quería arrancarla de manos de quien consideraba usurpadora.
Un odio cada vez más pronunciado fermentaba entre el clérigo y Josefa Escandón; luego los pobladores de Molleturo, que amaban ciegamente a su pastor, participaron de ese rencor satánico y lo dirigieron hacia la campesina, quien fue citada a Cuenca por el arzobispo Manuel de Jesús Serrano Abad, para responder por su impía actitud contra la santa Iglesia.
Ante el jerarca eclesiástico reconoció el pecado y luego de besar su anillo sagrado y recibir la bendición, aparentemente renunció a insistir en que ella era dueña del solar que sembraba. El arzobispo le había dicho que ella podía ser culpable de que lloviese fuego sobre Molleturo si persistía causando sufrimientos al cura.
Josefa era, sin embargo, una mujer que no podía quedar vencida: de la curia se fue ante el Jefe Civil y Militar del Azuay, coronel Oswaldo Navarrete Vázconez, representante de la dictadura que entonces gobernaba el Ecuador. Acompañada por un abogado, presentó su denuncia contra el cura, afirmando no solo que quería quitarle su tierra, sino de una serie de incorrecciones, inclusive que tenía una amante y cortejaba a las "hijas de María", alguna de las cuales estaría encinta.
El cura fue citado ante la principal autoridad de la provincia, que lo recriminó con energía. Para los campesinos que le acompañaban lo peor que podían presenciar era que faltaran al respeto al representante de Jesucristo en su pueblo.
La noticia cundió escandalosamente en Molleturo. Muchos campesinos no podían convencerse de que Josefa haya tenido la audacia de hacer citar a "taita curita" para que le ofendieran en Cuenca y acudían al convento para enterarse por el propio sacerdote. Hubo rumores de que por culpa de la malvada mujer el pueblo podría quedarse sin párroco, lo que sería una desgracia para Molleturo y no estaban dispuestos a permitirlo.
El sábado l4 de marzo de 1964, por la tarde, un grupo de campesinos se reunió para discernir sobre cómo eliminar a la Josefa. "Agustín Misacango quiso matarla a bala por cuanto tenía una escopeta de cartucho, Juan Gutama se opuso, manifestando que Josefa Escandón debía ser quemada. Alfredo Loja opinó que solo se le debía pegar y nada más; pero prevaleció la opinión de Juan Gutama...", declaró días después Daniel Jeremías Puin ante el Intendente de Policía.
La resolución estuvo tomada. Los campesinos sabían que Josefa y varios parientes debían llegar al anochecer desde Cuenca y estaban al acecho. Por iniciativa de Amalia Paucar, algunos se mancharon el rostro con negro de humo, para que no los reconcieran. Fue la anciana Severina Gutama la encargada de arreglar el horrible maquillaje que hizo más grotescas las recias fisonomías de los campesinos.
A poco que había llegado la noche, como de costumbre, los pobladores se reunieron en el templo para el rezo del Rosario. Porque el párroco estuvo fuera del lugar, una profesora dirigió la oración que producía un monótono rumor llenando el ambiente del minúsculo poblado.
La oración terminó a eso de las siete de la noche. Los preparativos del gran acontecimiento eran organizados meticulosamente. El sacristán Carlos Morales debía dar aviso con repiques del momento en que la Josefa estuviese en casa, para iniciar el ataque. Los campesinos estaban seguros de cumplir un acto heroico en defensa de la Iglesia y del sacerdote cuya presencia en el lugar significaba que Dios los protegía y les seguiría amando.
Además, "taita curita" había llevado el progreso al lugar y hacía más amena la vida de los campesinos en esa aislada población, a la que se llegaba desde Cuenca luego de tres días de penoso viaje a caballo. A él, al párroco, se debía la instalación de un parlante en el convento para dar mensajes musicales al pueblo. Y solo cobraba un sucre por pieza. El había vendido varios receptores de radio a los campesinos, dándose la molestia de llevarlos desde Cuenca; y los jóvenes del lugar que jugaban volley en la plaza pública apenas pagaban al curita veinte centavos por el derecho a cada partido.
También estaban contentas con el sacerdote las mujeres porque solía dar látigo a los ebrios. Y gracias a él se veía menos borrachos revolcándose en las calles, pues quienes se embrutecían con el licor ya no aparecían por la plaza central ni por las proximidades del convento.
Josefa Escandón y su esposo, Vicente Bermeo, habían llegado ya por la noche desde Cuenca y se encerraron fatigados en su casa. Nada presentían de lo que el pueblo había preparado en su contra y vivían normalmente los instantes anteriores a un infernal acontecimiento. La maldición del fuego estaba por cumplirse.
La Josefa calentó la comida que hicieron sobrar sus hijos y la compartió con el esposo. Eran los últimos minutos que compartían no solamente la alimentación, sino su vida. Luego de atender a su marido se dedicó a sus pequeños hijos, Lucas y Baltazar, a quienes los espulgó para prepararles a que durmieran.
Agustín Misacango fue el primero en percatarse de que la Josefa estaba en casa y llamó al pueblo para iniciar el ataque. La horda fanática rodeó la vivienda. Los campesinos llevaban piedras, garrotes, machetes. Las puertas estaban bien cerradas y el trabajo no fue sencillo. Las "hijas de María" lanzaban piedras contra la puerta. Los hombres la golpeaban con palos. Alguien que trajo petróleo lo derramó en torno de la casa y luego prendieron fuego. La puerta resistía y los hombres de rostro ennegrecido con ceniza la golpearon, turnándose, con un hacha.
Al fin, las víctimas se rindieron. Vicente Bermeo abrió desde dentro y desapareció entre la multitud que lo golpeaba y le empujaba. Sus dos pequeños hijos también escaparon corriendo como animalitos asustados y fugaron hasta la casa de una tía, en donde pasaron la noche gimiendo de pena de su madre.
El objetivo de los campesinos era la Josefa. Varios penetraron en la casa y la sacaron a empujones y golpes. Cuando asomó en la puerta, Amalia Paucar le asestó un garrotazo por la frente y la víctima se desplomó inconsciente, pero la reanimaron a fuerza de golpes por el cuerpo, pues a criterio de los campesinos "estaba haciéndose la zorra muerta". Luego la arrastraron hasta la plaza del pueblo.
Deformada, el rostro sangrante, la Josefa yacía en la cancha de Volley, rodeada por la multitud enfurecida y bestializada por el aguardiente que se distribuía durante el festín criminal. En la plaza se levantaba una cruz de mármol, símbolo católico que hacía de testigo del espectáculo terriblemente inhumano que se desarrollaba en un lugar en el que, junto con el cristianismo, no había llegado aún la civilización.
Una vez que hubo recuperado la conciencia, arrodillada, pedía que la perdonasen, que no le quitasen la vida. Balbucía palabras entrecortadas y prometía no molestar al sacerdote, a quien entregaría las tierras que quisiera. Pero nadie podía creer ya a esa mujer que inclusive se había burlado del arzobispo, y las piedras, los palos, los rudos pies de los campesinos seguían dando golpes sobre su cuerpo. En un momento de desesperación, arrodillada, se abrazó de Alfredo Loja, el más rabioso de los cabecillas, y pidió que le perdonara, que de él dependía que el pueblo todo se apiadara. Un silencio sepulcral siguió a la súplica, hasta que la multitud coreó a una voz: "quemémosla, quemémosla..."
En el macabro espectáculo participaron inclusive los niños que, curiosos, lanzaban gritos contra la Josefa. El esposo pidió a Rigoberto Ortega, cuñado de la Josefa, que interviniese por ella. Pero fue, más bien, él mismo, quien proporcionó el combustible con el que se consumó uno de los crímenes más impresionantes de cuantos pueda tener memoria el país.
Benedicto Bermeo levantó del suelo a la Josefa y la arrimó a un poste que servía de templón para la red del juego de la pelota y luego la ató a él con una beta. Ella se defendió con todas sus fuerzas, pero agotada, al fin tuvo que resignarse. Vicente Bermeo, enloquecido de cólera e impotencia, se prestó a morir junto a su esposa y se ató al poste. Habían fracasado todos los ruegos. La pobre mujer pidió que la dejasen bendecir a sus hijos antes de morir, pero la multitud no quería perder el tiempo y era estúpidamente sorda a las conmovedoras súplicas.
Las "hijas de María" danzaban alrededor de la víctima y varias de ellas alzándose las polleras y mostrando sus muslos desnudos decían: "muestra dónde están los críos del cura".
Al fin Benedicto Bermeo derramó un recipiente de gasolina desde la cabeza de las dos víctimas atadas al poste y alguien de la multitud prendió fuego sobre ellas. Vicente Bermeo no pudo cumplir la decisión de morir junto a su esposa y quitándose la atadura corrió, ardiendo en llamas, para revolcar en un charco hasta apagarse totalmente. Luego quiso rescatar a su esposa pero se desmayó y solo recuperaría la conciencia al siguiente día.
Un ebrio, desde la multitud, invitó a gritos a comer "cáscaras de puerco", aludiendo a la mujer que ardía.
Una vez que se extinguían las llamas por haberse agotado el combustible la Josefa seguía viva y mientras con la mano izquierda hacía ademanes de defenderse contra el fuego, con la otra se golpeaba el pecho arrepintiéndose de sus pecados, en especial de aquel por el que se hizo acreedora al infierno en vida: disgustar al sacerdote. En los labios carbonizados se movía una plegaria con los últimos soplos de su aliento.
Amalia Paucar alimentó la hoguera con más combustible y las personas que empezaban a abandonar la plaza tenían el camino iluminado con el ser que ardía en llamas. En las casas en torno a la plaza y en el frontis del templo danzaban las sombras movedizas de la multitud agitada y ya nerviosa por lo cometido.
Quemadas las ataduras que la sostenían al poste, Josefa Escandón se desplomó, ya muerta, en la cancha, en la que otra vez, días después, irían los jóvenes a jugar nuevos partidos, pero recordando siempre que en ese sitio de Molleturo se consumó un crimen por el que se lo ha considerado un pueblo de gente cuyo fanatismo religioso llegó a extremos cavernarios.
En casa de Félix Gutama se velaba a un niño muerto y allá fueron a parar algunos de los actores del horrendo crimen y libaron festejando el acontecimiento. El sacerdote podía estar tranquilo, su enemiga había desparecido entre el humo y la ceniza.
En la plaza continuaba quemándose, lentamente, el cuerpo de la Josefa. Hacia las diez de la noche y en vista de que demoraba demasiado en consumirse, varios hombres trajeron un madero y lo rajaron para completar la obra utilizando leña. Braulio Gutama propuso cortar la cabeza de la fallecida para que arda mejor el fuego y así se hizo. Benedicto Bermeo le cortó luego las piernas con un hacha, "para que se acomode mejor y más bonito para quemarle con la leña", explicó a las autoridades de policía.
Más de diez campesinos que tuvieron indudable participación en el crimen de Molleturo fueron sentenciados a doce años de prisión en el penal García Moreno de Quito o en otros centros penitenciarios para mujeres y retornaron a su pueblo después de cumplir la condena.
La noche del 14 de marzo de 1964 es inolvidable para los habitantes de Molleturo, aunque se esfuercen por ignorarla. Al otro día aún ardían los maderos de la casa de Josefa Escandón y desde entonces Molleturo ya no es el mismo pueblo, pues sobre él había llovido fuego. Una terrible maldición quedó cumplida.

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