La Iglesia Católica de Cuenca se divide en dos etapas claramente definidas con la presencia del arzobispo Luna: su palabra terminó con el tradicional fanatismo de la ciudad conventual para abrir los oídos del pueblo a una prédica y práctica religiosa racionales, en armonía con la situación humana de los nuevos tiempos. Fue arzobispo entre 1981 y 2000.
Con el Papa Juan Pablo II, que visitó Cuenca en enero de 1985.

Toda la fuerza liberadora, promotora, llena de energías del azuayo, es el significado de su lejanía de la capital nacional y he llegado a comprender entre otros valores de los cuencanos y azuayos esa íntima comunión entre el hombre y la geografía; entre el espíritu y el paisaje: los ríos fluyen por el alma del cuencano. Existe una comunidad de la geografía con el destino al punto que admirar un paisaje es descubrir almas".

Eso confesó el pastor religioso a poco de asumir su misión evangélica, en entrevista publicada en el primer número de la revista AVANCE, en septiembre de 1981, cuando acaso él, nacido en Quito en 1923, no sospechaba que en esta tierra distante de la ciudad nativa iba a fundir para siempre su personal destino.

Con 87 años, monseñor Luna es un referente en el pensamiento y la conducta de los cuencanos que, influenciados por sus sermones y sus rituales, le vieron más que como mensajero celestial a un hombre de carne y hueso capaz de enseñar la verdad en la práctica de vida, con los pies firmes sobre el suelo y la voluntad orientada en el sentido cabal de los principios cristianos.

La presencia del arzobispo Luna en la Curia de Cuenca marcó una distinción visible entre antes y después de él: la Iglesia tradicional se quedó atrás, con sus santos, sus mitos y prejuicios, para enrumbarse por caminos humanos a tono con el pensamiento   de los más representativos jerarcas latinoamericanos de la Teología de la Liberación.

Al conocer Cuenca y tratar a su gente descubrió la realidad propia del medio, oculta por la distancia desde la capital nacional que centralizaba también, como en lo profano y político, una forma desigual de valorar la condición social y humana de quienes viven lejos de la burocracia administrativa centralizada en las jerarquías de la Iglesia.

Durante varios años escribió artículos en la revista AVANCE, que pregonan cambios radicales en la conciencia y en la vida: en noviembre de 1981 aparece el primero de ellos, donde critica la proliferación de sitios sagrados €“templos, cruces en los caminos, fiestas, imágenes de idolátrica veneración, etc. €“ que distorsionan el sentido religioso y de la fe. Á‰l suspendió la costumbre dominical de muchos cuencanos que iban a escuchar misa en la gruta de la Virgen del Camino, en Machángara, sin bajarse de la comodidad de los automóviles.

Su posición desagradó a sectores sociales y aun a elementos clericales pegados al pasado, pues era un clamoroso llamado, advertencia y sentencia, tocando puntos tan sensibles como las costumbres religiosas vigentes desde que apareció el cristianismo en los pueblos de América Latina. Aquel artículo terminaba con tres preguntas contundentes, que todavía tienen vigencia y no han sido totalmente respondidas: " ¿Puede   exigir la fe, la piedad popular tanto, que un prioste deba endeudarse toda una vida para pagar la celebración de una fiesta anual? Sin negar el valor típico de los modos de celebración y el justo precio de ciertas expresiones €“bandas, globos y globeros, eclosión de pólvora y voladores, escaramuzas- ¿es lícito el derroche económico en esas mismas expresiones y en el inseparable compañero, el alcohol? Si la fiesta es una verdadera expresión de comunidad alrededor del templo amado, de la imagen querida, etc., ¿qué deja la fiesta a la comunidad? "

Cuando en 1988 supuestamente la Virgen dio una cadena de mensajes a una joven que llevó a multitudes al paraje de El Cajas, monseñor Luna fue escéptico de tales "apariciones" y las consideró contrarias a la fe. Hoy el sitio de las concentraciones es un paraje importante de turismo religioso, pero aún no hay un veredicto eclesiástico   sobre aquel episodio multitudinario de poco clara religiosidad.

Las huellas del tiempo y de la vida en el semblante del prelado ecuatoriano.

Durante el ejercicio arzobispal, monseñor Luna tuvo efectiva presencia en defensa de los derechos humanos, de las aspiraciones sociales y económicas de los pueblos azuayos; el púlpito y los medios de comunicación fueron espacios de denuncia, de protesta y reclamo, que le trajeron críticas políticas, censuras y hasta amenazas. Más de una vez fue solidario con los jóvenes que militaron en el grupo subversivo Alfaro Vive, Carajo. Pero no le faltó el respaldo popular, que dio lugar para que candidatos y dirigentes sociales le buscaran para consulta o para congraciarse, a través de él, con las masas que dan o quitan votos en las urnas. Hasta fue tentado a militar en la política.

Cuando en 1993 el fenómeno geológico de La Josefina causó un trauma económico y sicológico en el Azuay, el Gobierno de Sixto Durán Ballén confió en el arzobispo Luna el millonario programa de reconstrucción, que supo impulsarlo con obras efectivas, aunque no faltaron personajes que usan la buena fe y la honradez de sus líderes para sacar provechos personales. Aun hay alguien prófugo de la justicia por manejos sospechosos en el tema de La Josefina, tras la imagen honesta e inocente del Prelado.

Cuando la edad y la salud han empezado a minar la fortaleza del líder espiritual de los cuencanos durante tres décadas, el ex arzobispo recibió el 17 de septiembre un homenaje muy sentido de autoridades, instituciones y ciudadanos de Cuenca, que demostraron la vigencia, la admiración, el respeto por la prédica y la obra del pastor cuyo corazón late en sintonía con la renovada conciencia €“renovada mucho por él- de los habitantes de Cuenca y del Azuay.

Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233