Por Marco Tello

 


Marco TelloEn 1910, Jesús Romero Flores tenía 25 años. Profesor de Instrucción Primaria, acababa de ser nombrado director de la escuela de Tangancícuaro de Arista, en la región central mexicana. Se trataba de una remota población, en Michoacán, asentada en un valle apacible junto al lago Camécuaro.
Distante de las rutas ferroviarias, aislada de las grandes urbes, la villa era administrada por una pequeña burguesía adicta al general Porfirio Díaz, que ya llevaba más de treinta años como dictador. Los campesinos se autoabastecían; cultivaban trigo, maíz, alfalfa, cebada y hortalizas; había abundante ganado para asegurar la buena alimentación;   artesanos diligentes atendían la demanda del vecindario. Anuncio de prosperidad, una pequeña planta eléctrica daba luz al centro del poblado y alumbraba el proscenio en las representaciones teatrales. Para el joven director, era en cierto modo explicable que los habitantes no estuvieran contagiados del fervor revolucionario que incendiaba al país.
Sin embargo, a poco de llegado, creyó percibir una silenciosa inconformidad social revelada en el comportamiento de los escolares. Pasaban los días y el presentimiento aumentaba. Era un secreto a voces que al amparo de la dictadura las compañías extranjeras explotaban en la región sin revertir los beneficios; que los grandes hacendados gozaban de prerrogativas fiscales y perjudicaban a los medianos agricultores. Tampoco era un secreto que para luchar contra la injusticia había vuelto a ondear, como hacía cien años, la bandera de la revolución.      
Efectivamente, la sublevación armada había estallado en Sinaloa en junio de 1910, seguida por los alzamientos de Valladolid y Tlaxcala. Estas iniciales tentativas fueron prestamente sofocadas, y el alzamiento tuvo sus primeros mártires. El 20 de noviembre, Francisco Madero proclamó desde San Antonio, Texas, el Plan de San Luis, en el que convocaba a la   rebelión. Ese día se alzó en armas   Pascual Orozco en San Isidro y a poco cayó Ciudad Guerrero; después, las poblaciones de Santo Tomás y Gómez Palacios. El mismo día 20, Pancho Villa atacó la población de San Andrés y estuvo a punto de tomar Chihuahua. El 20 de noviembre de 1910 se consagró como el día de la revolución mexicana. Madero volvió del exilio el 14 de febrero de 1911; tres meses después, el dictador Díaz renunció y fue a morir de nostalgia en París.

En medio de las revueltas, era extraño que la vida en Tangancícuaro prosiguiera tan tranquila. Los vecinos continuaban con la costumbre de realizar excursiones a lugares apartados y pintorescos para gozar del encanto del paisaje, diversiones a las cuales asistía como invitado el joven director. Alegraban esas reuniones los toretes de lidia, las barajas, los licores, los bailes. Por ello, llamó la atención que al paseo de los primeros días de mayo de 1911 no asistieran las damas. Cuando había concluido el banquete, entre brindis y discursos, los organizadores anunciaron que el número final de la fiesta era alzarse en armas contra la dictadura. Más de cien asistentes respondieron con mueras a Porfirio Díaz. En seguida se levantó el acta y aparecieron los fusiles. Los alegres excursionistas retornaron al anochecer a Tangancícuaro convertidos en revolucionarios. Atronaron el pueblo con tremenda balacera, lo tomaron en medio del espanto general y pasaron luego victoriosos por otras poblaciones de la región. Comisionado ante la Junta Revolucionaria, en la ciudad de México, el director de escuela presentó las adhesiones al movimiento maderista, firmadas por los habitantes de los nuevos lugares ocupados.
Cinco meses después (octubre, 1911), Madero triunfó en las elecciones. Inició un gobierno en el que pronto se vio traicionada la gran masa campesina; al cabo de dos años cayó Madero en un baño de sangre en que perecieron varios de los primeros líderes. Pero la lucha prosiguió cruenta, implacable, alentada por el fervor popular; adquirió nuevo cariz y cobró dimensiones de leyenda hasta la victoria, en 1917, fecha a partir de la cual, ya institucionalizada la revolución, fueron eliminados sus últimos caudillos: Zapata, Carranza, Villa, Obregón. Por ello, aunque algunos aseguran que la revolución culminó en 1917, otros creen que en 1920; otros, en 1924, o que talvez no culminó.
Los hechos y los personajes perviven en el cine, en la canción popular, en el mural, en la novela. Testigo de los acontecimientos, Jesús Romero Flores tuvo tiempo para relatarlos. Escribió medio centenar de libros, entre ellos, "La historia de la revolución mexicana", obra quizás olvidada, pero digna de releerse en el primer centenario de uno de los momentos claves en la historia aún inconclusa de la revolución mexicana, de la revolución hispanoamericana, de la revolución de la especie humana.




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