Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

 

Al cumplirse el centenario de aquel brutal y polémico 28 de enero de 1912, Alfaro sigue siendo un guerrillero y un caudillo que goza de devota unanimidad entre los ecuatorianos por supremas razones. Entre un siglo que se iba y el que llegaba a reemplazarlo, tiempos bravíos y de disputas enconadas, la revolución liberal se abrió paso contra una concepción del Estado fanática y virulenta

   
   
A cien años de su muerte, la imagen sobria y austera de Eloy Alfaro Delgado alimenta el farol revolucionario, que la pasión encendiera un día lejano de contrastes sangrientos y equivocaciones airadas de la que historiadores prevenidos o detractores, trataron de distorsionar o encubrir bajo signos peyorativos en una hora de ofuscaciones.
Al cumplirse el centenario de aquel brutal y polémico 28 de enero de 1912, Alfaro sigue siendo un guerrillero y un caudillo que goza de devota unanimidad entre los ecuatorianos por supremas razones.
Entre un siglo que se iba y el que llegaba a reemplazarlo, tiempos bravíos y de disputas enconadas, la revolución liberal se abrió paso contra una concepción del Estado fanática y virulenta para inaugurar en el país a lo largo de un cuarto de siglo, con los obligados intervalos que las circunstancias imponen, un nuevo despertar con grandes reformas sociales; convertir los principios revolucionarios en leyes, encendiendo sus fuegos de señales hasta ese 5 de junio de hace ciento diez y siete años en que el Ecuador, en pie y agitando banderas rojas, clama como una sola voz estentórea: ¡ Alfaro, Alfaro, Alfaro ¡ con un sentido de pertenencia nacional y la implantación del Estado laico que vendría a impactar no solo en la política, sino en las ideas, el arte, la cultura, la educación, la idea de nación que tomó forma con caracteres no dogmáticos, nacionalistas y más democráticos en donde incluso los montubios y campesinos de la sierra se sintieron protagonistas de la sociedad ecuatoriana y se incorporaron a lo que se denominaría más tarde el proyecto nacional mestizo.
La revolución alfarista y del Estado laico impactó en la vida de la familia ecuatoriana, denunció la situación indígena, se suprimieron tributos, se reguló la aplicación de reglamentos de concertaje y se frenaron enérgicamente, los abusos de la oligarquía y del clero politizado y reaccionario que más tarde propiciaron su caída y brutal asesinato perpetrado en
  Quito, cuando El Viejo Luchador y cinco aliados, los generales Medardo y Flavio Alfaro, Manuel Serrano y Ulpiano Páez, así como el periodista Luciano Coral, fueron objeto de un linchamiento, asesinatos y finalmente arrastrados por las calles hasta El Ejido, donde sus cadáveres fueron incinerados por la turba, crimen político vergonzoso de nuestra atormentada historia.
Por eso en torno a su figura, que el transcurso del tiempo ha confirmado y engrandecido, se agrupan con devota admiración los hombres de pensamiento de todo el Continente; y sin hacer violencia a sus convicciones ni conceder nada por tolerancia, aceptando íntegramente lo que fueron y significaron su vida, su obra y su muerte, lo aclaman y exaltan como el abanderado idóneo de seculares ideales de libertad, decencia revolucionaria y comprensión por todos los hombres, cualquiera que fuese el color de su piel y su concepto de vida para ser llamado con propiedad, primado del Ecuador.
La tarea más difícil y amarga que puede acometer un hombre es la del revolucionario, y para lograr esto tan difícil, es preciso ser un hombre superior. Hay que dar cada día pruebas de grandeza, de inteligencia, de desinterés y sacrificio, y esto fue lo que hizo Alfaro, y por ese camino llegó a ser el jefe civil de la Revolución.
Se ha dicho que a los grandes hombres hay que contemplarlos de lejos, como a las montañas. El volcán que a distancia es como azul de líneas puras, de cerca es abrupta y empinada ladera cubierta de matorrales. Mas con Alfaro no ocurre este fenómeno de óptica; cuanto más nos acercamos al hombre, cuando más conocemos su vida y su obra, más razonado y fuerte es el sentimiento de admiración total que experimentamos por El Viejo Luchador, porque Alfaro como valor humano es tan alto y tan puro dentro del clima de la verdad y de la sencillez, que la simple exposición de lo que hizo y dijo, bastan para escribir cualquier boceto suyo, y más aún cuando, en el corazón se vuelca la patria para iluminar los derroteros de la grandeza y el ejemplo.

 

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