Por Yolanda Reinoso

 

Yolanda Reinoso
 
Uno de los encuentros más significativos fue en Sri Lanka cuando, en un paseo por los templos budistas de las afueras de Kandy, vi sentados a tres niños puestos el atuendo de los monjes, las cabezas rapadas. Aunque, por su edad, estaban iniciándose, ya mostraban la actitud callada y serena de los monjes adultos. 
 
Cuando niña, esperaba el 1 de junio con ansias porque en la escuela nos daban espumilla o alguna otra golosina, y como mi mundo infantil fue alegre, no entendía bien las realidades de otros niños a quienes veía lustrando zapatos, vendiendo caramelos o pidiendo caridad.

Las escenas durante las vacaciones me parecían francamente extranjeras: niños habitando al borde de la carretera, usando sólo ropa interior o desnudos, los de las zonas agrícolas de la Sierra dirigiendo al ganado con la ayuda de un carrizo y un andar adulto que no correspondía a su edad, los rostros quemados por el sol de la altitud andina.
 
Alumna india. Niños de Emiratos Árabes.

Ni hablar de estos años en que la vida me ha obsequiado la oportunidad de ver otros semblantes tan reales como aquellos. En Kenia, niños y niñas de la tribu Masai transitan envueltos en “shúkà” de rojo intenso, y aunque por tradición el pueblo se dedica al pastoreo, los párvulos de hoy asisten a la escuela. Cuando sonríen, puede verse que ya se les ha extraído los incisivos inferiores como es costumbre en su cultura, y algunos ya tienen las orejas perforadas.

En Uganda, donde los paisajes se parecen mucho a los de la Costa ecuatoriana, los niños andan desnudos y, si viven cerca de la carretera, gustan de correr tras los vehículos de turistas gritando “jambo, jambo!!” En Kampala, no faltan quienes se dedican a vender jugos o a pedir caridad.

Uno de los encuentros más significativos fue en Sri Lanka cuando, en un paseo por los templos budistas de las afueras de Kandy, vi sentados a tres niños puestos el atuendo de los monjes, las cabezas rapadas. Aunque, por su edad, estaban iniciándose, ya mostraban la actitud callada y serena de los monjes adultos. El templo, ubicado en una zona montañosa, rodeado de espesa vegetación y de colinas labradas para el cultivo de té, les evitaba el ruido mundano. Cómo será un día cualquiera en su vida es algo que ignoro, pero imagino que a más de los deberes propios de la estancia monástica, tendrán sus ratos de esparcimiento infantil.

Los niños de Emiratos Árabes me resultan tan conocidos como los ecuatorianos, pues cinco años viviendo en su país no pasaron en vano. La mayoría tiene chofer y empleadas domésticas; los que nacen en el seno de familias más occidentalizadas, asisten a planteles educativos donde se imparte currículo británico o estadounidense, pero aún allí es obligatoria la enseñanza de estudios islámicos y árabe. Desde muy temprana edad, visten a la usanza propia de su cultura, en sus dishdashas blancas y las niñas, mientras no lleguen a la pubertad, lucen vestidos de elaborados bordados típicos,  o ropa de corte occidental.

Infante masai.
Allí pude observar también cómo ciertos hindúes que pertenecen a la región Punjab, maquillan a sus pequeños con delineador negro. Tradicionalmente, se creía que ello los protege del “mal de ojo”, aunque las madres modernas afirman que es una forma de protección solar.

Los niños que viven en ciudades como París o New York, aprenden a movilizarse solos cubriendo distancias largas en metro para ir a la escuela; para ellos, ver la Torre Eiffel o el Empire State es cosa cotidiana. Los de Ámsterdam emplean la bicicleta para transportarse.

Un baguette, un vaso de leche de camella, un elefante paseándose en el parque nacional cercano a la casa, un sari o la danza árabe del rifle es tan normal para otros niños como la espumilla lo es para nosotros.

 Por supuesto, sus realidades difieren además según el hogar, pero olvidando la ubicación geográfica, el idioma, las costumbres alimenticias y culturales que crean diferencias, la condición humana impone en la infancia mundial el rasgo común del gusto por el juego, las golosinas y el apego natural a los padres cuando éstos son afectuosos y protectores. La próxima vez que viaje, observe a la niñez y cuestiónese acerca de lo disímil; hacerlo no sólo pone en perspectiva el contexto propio, sino que nos recuerda que viajar no es únicamente ver sitios sino también conocer un poco de la humanidad.

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