Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

Muchos intelectuales solo se preocupan por sí mismos. Para no tener problemas no participan en la vida política del país. Solo hablan de su obra y su lucha. Estar en la oposición es un error que el poder castiga… Se parecen a los periodistas que escriben artículos de opinión, participan en foros y debates y siguen contribuyendo, como siempre, a formar opinión, pero a través de los medios de comunicación y, por tanto, subordinados a las exigencias de cada medio

   
   

 

Para empezar, el que es intelectual no se dice a sí mismo intelectual, porque eso ya encierra una pretensión petulante. Ahora  ¿se puede ser intelectual en algún lugar, escuela, academia o universidad?  Desafortunadamente no, la carrera de Intelectual no existe , y por ventura sólo algunos son elegidos, no por instituciones sino por el destino o por la buena fortuna para vivir, ser y existir como libre pensador.
 
El diccionario de la RAE recoge el término “intelectual“ exclusivamente como adjetivo. Convertirlo en sustantivo es transformar lo accesorio en fundamental, que es precisamente lo que hacen quienes, sin que nadie les haya otorgado el título, se autodenominen como tales, cuestión muy arraigada en Ecuador.
 
Intelectual es el que se gana la vida construyendo  ideas, es el que se dedica al estudio y la reflexión crítica sobre la realidad, y comunica sus  pensamientos con la pretensión de influir en ella, alcanzando un estatus de autoridad ante la opinión pública para convertirse en vanguardia de la sociedad.
 
El triunfo de las democracias liberales ha provocado, en contraste, que los  “intelectuales “ ya no sean las únicas voces críticas que expresen públicamente su opinión, y que en nuestros días sean reemplazados por politólogos, sociólogos, historiadores  y  analistas al lado de los llamados “opinadores profesionales“,  que aparecen en los medios de comunicación sin poseer una obra relevante junto con los “indignados“ que no plantean su rebeldía desde un riguroso análisis intelectual sino desde lo visceral de sus experiencias.
La misión del intelectual, al margen de todos los cambios sociales y tecnológicos, debería ser la clásica: la voz crítica, con autoridad moral, capaz de reflexionar y hacer propuestas originales y solventes sobre la sociedad y sus circunstancias.
 
En un mundo globalizado en donde las tecnologías de la información desbordan, 
 
 
 
el intelectual debería esforzarse por ser un foro que estimule el pensamiento crítico relativo al mundo presente y próximo, planteando cuestiones y presentando sus propias respuestas. En otros tiempos era el letrado que aconsejaba a los tiranos, el clérigo que intervenía en el control de la moral pública, el pensador de la revolución; ahora apenas puede ejercer como maestro o como estrella mediática de tercer orden, escritores de libros pero también de blogs, autores de cómics, de diseñadores de sitios de internet y activistas a favor de la libertad de información y de expresión.
 
Muchos intelectuales solo se preocupan por sí mismos. Para no tener problemas no participan en la vida política del país. Solo hablan de su obra y su lucha. Estar en la oposición es un error que el poder castiga. Los intelectuales de hoy se parecen a los periodistas que escriben artículos de opinión, participan en foros y debates y siguen contribuyendo, como siempre, a formar opinión, pero a través de los medios de comunicación y, por tanto, subordinados a las exigencias de cada medio.
 
El pensamiento crítico ha sido devaluado. Hay mucha opinión, pero la opinión siempre es ligera, veloz, liviana, instantánea; en cambio, el pensamiento es mucho más exigente y riguroso, requiere de análisis, información, conocimiento, lectura y reflexión. Hoy en el Ecuador hay mucha opinión. Cualquiera opina. Todos opinamos, sobre cualquier cosa, a veces con una liviandad desesperante.
 
Vivimos en un mundo de oropel , en donde buena parte de los escritores, poetas, artistas e intelectuales son producto de las apariencias, la cobertura mediática, el aplauso fácil. No los sustenta su obra sino el juego de simulaciones y vanidades que se ha consolidado como una realidad establecida. 
 
Los ejemplos son abundantes y cotidianos, en tanto el verdadero intelectual con sus barbas de patriarca de izquierda se ha quedado sin entorno debido a la desaparición de su función secular.

 

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