Por Marco Tello

Marco Tello Es lo último que él escucha en el momento de caer. Superado el sobresalto, repara en la dentadura que le sonríe por debajo de la rejilla. Medio siglo sobre los libros –lo sabe bien el lector- da suficiente coraje para sortear la adversidad cuando la situación 

 

Observando a este matrimonio en un corto paseo dominical, el lector notará la importancia que posee en el drama cotidiano el asunto más trivial. 
-¡Aurelio! –exclama ella, deteniéndose en la vereda.
Como suele ocurrir en las trincheras cuando el sargento ordena al soldado que baje la cabeza, el grito llega demasiado tarde, pues don Aurelio tiene untada la punta del zapato. A diferencia de la gente que a su edad todavía piensa en el futuro, él se muestra resignado, un poco sordo y adiposo.
-¡Ve en qué pisas, hombre! –le recrimina ella con severidad.
Don Aurelio permanece imperturbable, indulgente a las rabietas de la señora, que anda en la mejor edad del refunfuño.
-¡Y cierra la boca, que se te va a caer la dentadura! –prosigue acalorada.
Sin darse por enterado, el hombre percibe la tormenta, aunque no medie  justificación alguna, pues acaban de sellar una paz que se prometía duradera; pero nunca se sabe, tratándose de la señora. Se vuelve hacia ella, que lo sermonea:
-¡Tú siempre en las nubes, hombre!
Por cierto, los momentos de discordia habían menudeado desde el viernes anterior. Él había regresado triunfante al hogar, antes de la hora rutinaria, sin pensar que la mujer le fulminaría con ese mirar oblicuo que precede a la estocada:
-No te quedes allí con la boca abierta, que se te va a caer la dentadura.
Recobrado el aliento, don Aurelio desplegó los labios, dándole vueltas al asunto.
-¡No te enredes, hombre, para lo más de decir que vienes jubilado!
Él movió afirmativamente la cabeza como un pelele.
-¿Y ahora qué vas a hacer?
-¡Nada! –alcanzó a contestar. Era verdad. Se acomodó los pelos que imaginaba conservar en la cabeza. Hurgó en el bolsillo lateral, extrajo el bono de retiro y lo exhibió con cierto aire de dignidad:
 

 

-¡Mira! –dijo.   
Ella cogió el bono; se acercó a la ventana, lo leyó, lo releyó, y permaneció una eternidad sin recobrar el don del habla:
-¡Doce mil dólares! –silabeó por fin, paseando los ojos por el cielo raso. 
El marido la observaba cruzado de brazos, a lo gerente bancario. Se aproximaba para el abrazo reconciliador, pero ella se adelantó:
-¿Crees que esto te da derecho a mirarme así, con pujos de trompetista? ¿No que ibas a esperar el aumento del gobierno? ¿No que ibas a pensar en el futuro?
Eso había sucedido el viernes; de modo que, habiendo celebrado las paces, todo está aclarado. Decide recordárselo, pero en el instante pierde el equilibrio.
La mujer trata de sostenerlo, haciendo de bastidor; mas, en lo que dura un ¡ay!, afloja a su presa en un intento maquinal de atrapar algo.
-¡Te dije que cerraras la boca!
Es lo último que él escucha en el momento de caer. Superado el sobresalto, repara en la dentadura que le sonríe por debajo de la rejilla. Medio siglo sobre los libros –lo sabe bien el lector- da suficiente coraje para sortear la adversidad cuando la situación demanda una decisión heroica. Don Aurelio se acuerda de César pasando el Rubicón, de Francisco Pizarro trazando con la espada la línea divisoria entre la indigencia y la fortuna. De bruces, junto a la rejilla, se decide a forcejear, y continúa forcejeando, aun después de descubrir que la rejilla está más soldada al piso que él a la realidad.
-Tenías razón, hija –rompe el silencio, tartajeando, mientras camina de regreso, detrás de ella, despidiéndose del lector-. Debí esperar el ofrecimiento del gobierno. 
 
 
 
 
 
 

 

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