La suspensión de más de una docena de universidades por falta de calidad académica es una acción saludable que beneficia al país, especialmente a los miles de jóvenes matriculados para una formación deficiente que les afectaría a ellos y al futuro nacional: por donde van las universidades, camina el país.
 
Es, en verdad, una acción revolucionaria del Gobierno, que no ha recibido la objeción de la sociedad –aparte de ciertos reclamos comprensibles por las incertidumbres en el proceso de reubicación de los estudiantes- y menos aún de otras universidades o de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEUE).
 
Catorce planteles han sido clausurados definitivamente y hay otros que tienen plazos para imponer correctivos. Pero quizá la intervención debería profundizarse en ciertos centros públicos de educación superior en los que amerita una detenida evaluación.
 
En buena medida, muchos problemas sociales, políticos, culturales y de competitividad profesional manifiestos en el país, son fruto de la deficiencia tradicional de no cumplir las obligaciones académicas de la Educación en todos los niveles.
 

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