Por Yolanda Reinoso

 

Jamás soñé que pondría mis pies en su casa, aquella de la película, hoy un museo concurrido y recorrido con cierta curiosidad por lo exótico, pues sólo una mujer criada en una sociedad europea nórdica podía darse el lujo de vivir como lo hizo, en las afueras de Nairobi a principios del siglo XX, cuando la sociedad keniana no vislumbraba la independencia

 

 
 
 
El nombre de la baronesa Karen Von Blixen-Finecke me empezó a intrigar al ver la película “África mía”, título que además me ha parecido desde entonces uno de los más bellos que he oído.
 
No fue sino hasta que leí una biografía breve en la que predominaba su seudónimo, Isak Dinesen, que tomé conciencia del valor de su aporte intelectual, pues no en vano fue nominada para recibir el premio Nobel de literatura en más de una ocasión.
 
Jamás soñé que algún día pondría mis pies en su casa, aquella de la película, que hoy es un museo concurrido y recorrido con cierta curiosidad por lo exótico, pues sólo una mujer criada en una sociedad europea nórdica, podía haberse dado el lujo de vivir como lo hizo, en las afueras de Nairobi (Ngong Hills) y a principios del siglo XX, cuando la sociedad keniana, esencialmente agrícola, aún no vislumbraba la posibilidad de una independencia.
 
En cada habitación resalta su esencia europea, desde lo apasionante, pasando por lo necesario hasta lo lujoso: literatura del Viejo Continente, tinteros y plumas, máquina de coser, espejos y peines de plata, botellas vacías de perfumes otrora cotizados, guardarropas y baúles acorde con la época, muebles cubiertos de encajes, fotos y pinturas que dan cuenta de una vida placentera. Cual símbolo de lo que fueron sus años en Kenia, se han conservado los trofeos de caza que probablemente atesoró, más que nada, porque representan su romance con Denys Hatton, un inglés adepto a la caza de especies propias de la zona, en una actividad que hoy resulta de lo más criticada pero que fue durante los años coloniales de Kenia una práctica común, causa de que los recuentos actuales de la población faunística sean alarmantes pese a los proyectos de protección.
 
Al contrario, como muestra silenciosa de lo devastadora que fue su relación con el barón Blixen, no sólo por su infidelidad, sino ya que el matrimonio en sí fue producto de la conveniencia y una decepción amorosa, la casa no registra bienes que den cuenta de su rastro por allí, excepto por unas cuantas fotografías en que la pareja posa distante.
 
Los exteriores de la casa son ricos en verdor y buen gusto. Una vieja carreta que habría servido para transportar herramientas usadas en el cultivo de café, lo que mantenía lucrativa a esta propiedad, se asienta en el jardín en una soledad apaciguada, cerca de una banca donde uno puede sentarse a admirar la acogedora fachada, los senderos que conducen a diversos puntos del terreno, los jardines ornamentales que la sociedad conservadora del museo procura mantener tal como a la aventurera escritora le gustaba. El terreno abierto, con las colinas al fondo, da la impresión de extenderse al infinito; Blixen relata que en este país africano encontró la libertad que, debido a las convenciones sociales de su país, sólo era posible en sueños, y a la que sólo renunció debido a que un incendio en la fábrica cafetera aniquiló toda posibilidad de mantener a flote la producción, despidiendo con ello a todos los jornaleros que, en su mayoría, eran de la tribu Kikuyu.
 
Se dice que hasta cierto punto, la interesante vida de Blixen opacó su imagen como mujer de letras, y es por eso que el museo lleva a cabo eventos periódicos en los que se resalta su oficio de literata. Lo que yo percibí, sin embargo, al estar en la que fuera su casa, es que Karen Blixen fue sobre todo escritora, pues implícita en su entrega al cafetal, a la vida en una cultura tan distinta a la suya, en sus apasionados romances y decepciones, radica una forma de vida de la cual ella podía extraer elementos literarios que, siendo parte del proceso intrínseco de escribir, dieron frutos de innegable valía en dicho campo.
 
Este mes se cumplen ya 50 años de su muerte, y abogo por una exploración de su trabajo, pues leer sus obras es revivir esa estancia en Kenia que marcó su perfil intelectual, permitirle cumplir su pedido: “desde mi corazón de artista imploro: dejadme mostrar lo mejor de mí”.
 

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