Por Marco Tello

Marco Tello El  relato de Jara se lee sin bostezo, de un tirón,  precipitado por un cauce poético impelido por la gracia, la ironía, el fino humor. Para nosotros -lectores comunes-, es una primera señal empírica de que el texto es digno de leerse y releerse. Si además, una vez concluida la lectura y devuelto el lector a la rutina, los personajes y sus conflictos sobreviven en la mente, intranquilizan y desvelan, no cabe la menor duda, es el tipo de texto destinado por sí solo a perdurar

Motivo –según Wolfgang Kayser- es el impulso para realizar una acción; es una situación típica que se puede repetir, aunque en cada obra narrativa cambien los personajes, los lugares y las circunstancias. Esta posibilidad obedece a que el motivo representa una unidad de contenido humano universal. Figuradamente, una vivencia individual puede verse reflejada, por ejemplo, en la acción del presidiario que habiendo excavado bajo la celda se desliza por el túnel, levanta la rejilla y descubre que ha errado el punto de salida; o en la aventura del náufrago que habiendo lanzado un mensaje al mar dentro de una botella, lo recibe al cabo de muchos años devuelto por los vaivenes del oleaje; o en el cuento de Borges sobre un hombre que guiado por un sueño sale a buscar su fortuna lejos de su país; sufre desgracias sin cuento y está a punto de morir. No halla el tesoro, pero sin el sufrimiento no le hubiera sido revelada la clave que le trae de regreso a la patria. Cava en el jardín de su casa y encuentra la fortuna debajo de una higuera.        

Es el tipo de unidades que nos asaltan al leer “Un día de invierno en Nueva York”, pues alrededor de ellas aparecen organizados los elementos narrativos, especialmente en el cuento que da título a la obra de Juan Cristóbal Jara recién puesta en manos del lector. Sostenía Kayser que el motivo es la fuerza motriz del relato y nos recordaba de paso que el vocablo se relaciona con el verbo latino “movere”. Es una fuerza que obra sobre la construcción del relato y permite al escritor, conscientemente o no, atraer y organizar los elementos narrativos, los núcleos, las catálisis, los índices, de que tratan los especialistas. A la hora de las cuentas, sin embargo, solo el estilo y la perseverancia del escritor lograrán  investir al lenguaje del poder suficiente para conmover y -como ocurre en el cuento que comentamos- remover  la conciencia del lector.
 
El estilo hace que el  relato de Jara se lea sin bostezo, de un tirón,  precipitado por un cauce poético impelido por la gracia, la ironía, el fino humor. Para nosotros -lectores comunes-, es una primera señal empírica de que el texto es digno de leerse y releerse. 
 
 

Si además, una vez concluida la lectura y devuelto el lector a la rutina, los personajes y sus conflictos sobreviven en la mente, intranquilizan y desvelan, no cabe la menor duda, es el tipo de texto destinado por sí solo a perdurar, con pequeños lunares atribuibles al proceso editorial. Incompleta quedaría esta nota sin una referencia al aprovechamiento del recurso primordial. 

En efecto, la secuencia narrativa nos atrapa por el manejo esmerado del lenguaje.  La frase, impregnada de ritmo, es sustantiva, transparente; corta o desbordante en función de la expresividad. Es probable que esta labor de pulimento no resalte a la vista del lector o, más bien, del espectador, pues el texto cautiva por sus desplazamientos cinematográficos. Sabe el autor adjetivar, a veces de manera insólita, sin rehuir la fusión de sensaciones de diversa vertiente sensorial. La enumeración recurrente ilumina los recodos circundantes  y los estados de alma de los personajes desde  perspectivas diferentes, estéticas, sociales, morales, psicológicas. La enumeración recobra el antiguo sabor bíblico cuando se detiene en la descripción del encanto femenino. Un desvío en el último miembro de una serie permite no abundar en lo implícito: “…los médicos eran hijos de médicos (…); los intelectuales eran comunistas (…); los profesores eran dipsómanos y los mecánicos eran tres”. Es interesante el tratamiento de la temporalidad, con absoluto predominio del presente en la descripción, y del pasado en la narración. El primero nos abandona sobre  la barra del club “La Aguja de Cleopatra”, desde donde se impone el recordar y recordar, que es el vasto dominio del pasado.
 
Por fin, la aventura humana se resuelve en la búsqueda de “el grado cero del tiempo”, frase reiterada, sugestiva aunque glacial, que parece referida al punto donde convergen y se bifurcan el tiempo y el espacio; es decir, retomando a Borges, el límite entre poesía y realidad. Nueva York no ha sido únicamente una muestra del caos organizado del mundo contemporáneo, sino también un lugar mágico de donde el autor-narrador ha vuelto a su patria con la clave del tesoro. 

 

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