Por Eliécer Cárdenas

 

Eliécer Cárdenas
Tan poco ética es una prensa opositora que deforme titulares o trueque las imágenes, como una prensa que por prestigiar a una administración silencie al oponente

 

 

 

Por más de cuatro años, la Ley de Comunicación fue una obsesión recurrente y frustrada en el gobierno de la Revolución Ciudadana, que triunfó sobre la partidocracia gracias, paradójicamente, a la cobertura indisimulada que esa prensa, aquellos medios televisivos y radiales dieron al entonces desconocido debutante de la política Rafael Correa. Quizá precisamente de entonces haya arrancado aquella prevención a unos medios que pueden crear o deshacer reputaciones, disolver carreras tan fácilmente como las crean.
 
La Ley de Comunicación ha sido vista por esos medios que se autocalifican como “prensa independiente” igual que un puntillazo final, luego de una serie de zafarranchos en los tribunales y en las “sabatinas”, pasando por supuesto  por las cadenas desprestigiadoras de esa prensa.
 
Pero el Gobierno tampoco las tiene todas al promulgar en una ley que la comunicación es un servicio público, como el agua o el alcantarillado sanitario y pluvial, porque el régimen dispone también de una prensa, que aunque se esfureza por autocalificarse de pública, no puede romper su cordón umbilical con el ejecutivo so pena de perder financiamiento, cuando menos en el caso de la prensa escrita y el canal del Estado.
 
Es irrefutable que los medios han usado y abusado de la libertad de expresión, convirtiéndola en ocasiones en patrimonio suyo o florete de su conveniencia, a fin de defender intereses que no son precisamente los del público, o vivir del sensacionalismo,
 
 
prejuicios o acosos mediáticos. Sí, ello es exacto, pero los abusos no pueden ni deben combatirse con limitaciones reales o potenciales, sino dentro de un equitativo reparto de responsabilidades, porque poniéndonos en el caso, tan poco ética es una prensa opositora que deforme los titulares o trueque las imágenes, como una prensa que por prestigiar a una administración silencie al oponente, lo ridiculice o le coloque sambenitos dignos de la Inquisición medieval. De allí que resulte un tema tan delicado promulgar una Ley de Comunicación.
 
Un cuerpo legal de esa naturaleza por fuerza va a desagradar a muchos, pero eso no es lo más relevante, lo verdaderamente importante sería que resulte una ley para mejorar la comunicación, volverla más transparente, más plural y tolerante, no lo contrario, porque entonces habríamos retrocedido a un reglamento disciplinario digno de un cuartel o un internado para jóvenes díscolos, no una ley para una sociedad que enarbola a la ciudadanía como su máxima aspiración de modelo democrático. 
 
Nuestra prensa –pública y privada- es mediocre, qué duda cabe, también es sectaria, deformadora por inclinación, superficial, voluble, y un largo etcétera. Pero ¿la flamante ley acabará de un plumazo con estas máculas y las remplazará, como proclama el discurso oficial, por otra clase de prensa?. La prueba de los hechos es la que finalmente determina la validez de una ley o caso contrario su inanidad o contraproducencia. Aguardemos en los hechos la calidad de la ley.

 

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