Por Julio Carpio Vintimilla

 

Los latinoamericanos somos democráticos de palabra, pero dictatoriales de corazón. Una prueba muy ilustre: Bolívar era un liberal convencido y cabal, pero quería ser Napoleón…     

 
Gabriel García Márquez lo mencionó, en Estocolmo, al recibir el Premio Nobel: Su tocayo -- el gran político ecuatoriano Gabriel García Moreno -- presidió su propio funeral… Vaya, vaya… ¿Y cómo fue eso?  Pues, ocurre que, después de su bárbaro asesinato, los médicos lavaron, cosieron y adecuaron su cuerpo, para que pudiera ser sentado en el solio presidencial… Bueno, nosotros tenemos ciertas dudas acerca de la veracidad de este hecho. (Por ejemplo: Simplemente, no lo conocíamos… ¿Ignorancia nacional generalizada y curiosa?  Otra: ¿Hacía falta que un funeral de estado fuera presidido por un alto funcionario; o bastaba, para ello, la coordinación de un simple subalterno?)  En cualquier caso, no importa mucho… Por esto, podemos limitar nuestra curiosidad; y  podemos dejar, así, la cuestión en este punto inicial. Pero sí hay algo, en el asunto, que debe seguirse observando; y que resulta muy pertinente en el tema de hoy: Queda bien claro que -- de ser cierta la especie -- el entorno humano del líder guayaquileño sentía por él un profundo temor reverencial. En palabras distintas, García Moreno era un auténtico y verdadero autócrata, un gobernante absolutista, casi un monarca indiscutido… Y, ahora, -- ya encaminados -- adelantemos. Vayamos a lo nuestro. 
 
Aunque no se lo reconozca ampliamente, y en forma expresa, el gran conflicto político latinoamericano de hoy se sigue produciendo entre las democracias y las dictaduras. Pruebas al canto. Hay quien habla del siguiente modo. La libertad, señores, es el valor supremo de la vida civil. El individuo - - recuérdenlo bien y aprécienlo como corresponde -- es superior al estado; porque es anterior a éste y es el constructor de éste. Estimados amigos, nosotros somos, o debemos ser, unos ciudadanos plenos; no sólo unos súbditos sometidos e indignos. Más aún: Gobernantes y gobernados somos iguales ante la ley. Y -- para que las cosas sean sensatas y estén bien -- la sociedad civil debe controlar al gobierno; y no al revés. (A propósito de lo anterior, nosotros estamos de acuerdo.) / Pero, por desgracia, en varios de los países nuestros, la realidad política es completamente distinta. ¿Qué pasa? Pongamos atención. ¿Es que no ven ustedes que allí una tradicional costumbre jerárquica -- a veces completamente rígida -- es el valor corriente y dominante de la vida civil? ¿No ven ustedes que allí  el estado -- por unas gruesas razones culturales --es, de hecho, superior al individuo? ¿No han notado ustedes que un radical, literal, anticuado y arrogante socialismo percibe a los individuos como unos seres insignificantes? ¿No han percibido ustedes que allí se propugna la militancia o, cuando menos, el apoyo generalizado a unas causas parciales y dogmáticas y no la libertad de conciencia y de opinión?  Más todavía: Los gobernantes allí son superiores a los gobernados; porque se consideran los jefes o los conductores naturales de los erráticos humanos sueltos. (Como aquellos viejos cuadros leninistas que, supuestamente, lo decidían todo…) El gobierno debe controlar a los sujetos díscolos; porque, si no lo hace, estos terminarán dañando de mala forma al entero conjunto civil… Etc. En fin, las dos caras de las monedas del poder y la responsabilidad políticos; o, también, -- si ustedes quieren -- un muy viejo asunto de teorías, actitudes y puntos de vista. Sigamos.
 
Fidel Castro dejó en el poder a su hermano Raúl; un hecho censurable, desde cualquier punto de vista de la democracia y de la buena administración. A Perón, no se le ocurrió nada mejor que dejar en la presidencia de la Argentina a su esposa, la inepta Isabel Martínez. Y Hugo Chávez -- en los mismos carriles del mejor realismo mágico -- cometió el enorme despropósito de hacerse reelegir, cuando ya los médicos lo habían desahuciado… 

Alguna vez, oímos argumentar, a un conversador agudo, que los latinoamericanos somos democráticos de palabra, pero dictatoriales de corazón. Al dicho, una prueba muy ilustre: Bolívar era un liberal convencido y cabal, pero quería ser Napoleón… Y, desde luego, varias de las mayores, o más notorias, figuras nuestras han sido dictadores: Rodríguez de Francia, Díaz, Trujillo, Somoza, Perón, Castro, Pinochet…Y la exageración de esta ya lamentable circunstancia ha creado las deformes autocracias actuales; esas hiperdictaduras; esos regímenes cuasi monárquicos y cuasitotalitarios… (Castro, Chávez, Cristina Fernández…) Bueno, parece que, con este preámbulo, hemos descrito bastante bien el asunto. Ahora, expliquémoslo.

El caudillismo es la primera y, quizá, la fundamental causa del fenómeno. Ya hemos hablado de esto en otras ocasiones. Por lo tanto, baste, en esta vez, señalar sólo lo esencial y unos pocos detalles del punto. Nótese, para empezar,  que el caudillismo es, en América Latina, un muy arraigado hecho cultural. (Hasta algunos líderes democráticos suelen mostrarse celosos y recelosos de su jefatura. Leíamos, hace unos días, a un articulista que señalaba que una de las razones del fracaso del partido ecuatoriano IZQUIERDA DEMOCRÁTICA fue la reticencia de Rodrigo Borja a formar unos competentes equipos de dirección interna… Es el temor, un tanto patológico, a los pícaros y los vivarachos; los conocidos “serruchadores del piso”.) Y nótese también, desde otro punto de vista, el enorme grado de personalismo que tal condición autoritaria trae consigo. Y obsérvese, además, la desmesura de nuestros caudillos: suelen ser abusivos, caprichosos; incluso extravagantes. Y, para peor, con mucha frecuencia, son altamente irresponsables. (Al retirarse, Fidel Castro dejó en el poder a su hermano Raúl; un hecho censurable, desde cualquier punto de vista de la democracia y de la buena administración. A Perón, no se le ocurrió nada mejor que dejar en la presidencia de la Argentina a su esposa, la inepta Isabel Martínez. Y Hugo Chávez -- en los mismos carriles del mejor realismo mágico -- cometió el enorme despropósito de hacerse reelegir, cuando ya los médicos lo habían desahuciado… Entonces, ellos proceden con la máxima: Después de mí, el Diluvio…) Para qué seguir.

La segunda causa es la que podría etiquetarse como la obediencia debida. (O, talvez mejor, la incondicionalidad, la obsecuencia, el servilismo, el oportunismo; malas hierbas que crecen a la sombra del robusto y frondoso árbol del caudillo.) En ciertos casos especiales, la cuestión se disfraza como disciplina partidaria. Ser un automático “alzamanos” no es vergonzoso; es mantenerse  en la línea política correcta… Disimular los malos tratos no es indignidad; es respeto a las atribuciones de la jefatura…De la misma forma, hay que aceptar, con buen talante, la ignorancia, los prejuicios, la tontería, la ordinariez… (Algo, o mucho de todo esto, afecta también, curiosamente, a los intelectuales “progres” o de la izquierda; quienes -- a cambio de una imprecisa y obsoleta promesa revolucionaria -- son aun capaces de comerse crudos los sapos políticos más grandes y feos: el ya dicho caudillismo, la demagogia, el fascismo, la corrupción, el mercantilismo, las inseguridades, el patriotismo más barato, el fundamentalismo islámico…/ ¿La miseria de nuestros intelectuales? ) Y, claro y desde luego, en un nivel más bajo y público, están las simples indolencia y sumisión populares. (“Así mismo es la cosa…” Es decir, esto es lo usual, lo normal, lo que ocurre siempre.) En definitiva, la prepotencia y la obsecuencia son siempre las dos caras de la moneda de los autoritarismos.
 
Finalmente, -- como resulta muy natural -- las autocracias crecen en las sociedades que les prestan un medio favorable. En otras palabras, en aquellas que son desorganizadas, amorales, escasamente educadas; en esas que tienen poca formación cívica; en las que tienen una propensión al mesianismo; en las que tienen una notoria tolerancia a la demagogia; en las que se inclinan al victimismo y el revanchismo sociales… / Entonces, por una parte, YO, EL SUPREMO; como el famoso título literario de Roa Bastos. Y, por otra, nosotros: los pobres, los de a pie, los del montón; los vivos, los astutos, los ventajeros; los resignados; los mirones… A propósito, Juan Montalvo solía repetir algo firme y definitivo; que probablemente aprendió en sus días franceses, esta corta sentencia: La tiranía es la audacia de los pocos y la cobardía de los muchos.       
 

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