Por Marco Tello

Marco Tello
Es poco familiar, sin duda, el nombre del señor Freytag von Loringhoven. Pero si hubiera logrado burlar a la muerte en la forma en que lo hizo hasta 2007, hoy estaría en la noticia, celebrando los cien años de edad
 

Este aristócrata alemán provenía de una familia de Westfalia cuyas raíce s se hundían en el siglo XV, pero que perdió la fortuna en la primera guerra mundial. En 1934, nuestro personaje entró al ejército; tres años más tarde peleó en la campaña contra Polonia y luego participó en la invasión a Francia. En 1940, incorporado al estado mayor del general Guderian, estuvo en el ataque sorpresivo contra Rusia y en el intento fallido de tomar Moscú. Poco después, escapó en forma providencial de morir en Stalingrado. Regresó al frente en 1943 y tuvo que organizar la retirada de sus tropas ante el ataque incontenible de los soviéticos. En junio de 1944 recibió el encargo de llevar el diario de guerra para el alto mando, destino burocrático que le permitió conocer a Hitler en los meses del desastre final. Logró abandonar el búnker de la cancillería pocas horas antes del suicidio del Führer. Salió de la ratonera esquivando de milagro a las tropas soviéticas; apresado por los norteamericanos, fue luego encerrado por los británicos. Permaneció tres años en prisión. Tras muchos avatares, su experiencia casi excepcional le valió en los años sesenta para representar a Alemania en las oficinas de la OTAN en Washington, donde encontró a muchos oficiales contra quienes había combatido.
Sobrepasaba los noventa años cuando decidió revisar sus notas de guerra y publicarlas en un libro que después, en 2007, fue traducido al español con el título “En el búnker con Hitler”, relato presencial del fracaso absoluto del poder omnímodo. Domina en la cubierta la mirada demencial del gran dictador y ese bigotillo que se hizo más popular en la parodia dirigida y protagonizada por Charles Chaplin. Hasta el final de la guerra él, Loringhoven, confiesa que no tuvo idea de las atrocidades cometidas por el régimen nazi, y muestra a su antiguo jefe –Guderian- en  frecuente desacuerdo con el Führer, pero libre de toda relación con el atentado del 20 de julio de 1944.
 
Con sobria objetividad, da testimonio de la venganza de Hitler contra los autores de aquella operación,    
 
empezando por Stauffenberg, ejecutado esa misma noche junto a ocho altos oficiales, entre ellos un mariscal y dos generales. Gracias al suicidio, otros conjurados evitaron la suerte de los oficiales sentenciados por el tribunal del pueblo el 8 de agosto y colgados como reses al atardecer. Con demente satisfacción, Hitler contemplaba en su guarida las fotos que por orden de Fegeleing captaban la agonía de los ajusticiados. Había cundido el terror en el alto mando. Nadie estaba libre de sospecha. El mariscal Rommel escapó de la condena porque su reputación militar le otorgó el privilegio de elegir entre la sentencia inapelable o el veneno.
 
El Führer de esos meses era apenas el espectro del caudillo intimidante visto en la tapa del libro. Tirano acorralado, intentaba demorar su funeral. Doblado sobre mapas adulterados a propósito por los obsecuentes servidores que medraron a su sombra, dirigía una guerra imaginaria, con divisiones ya esfumadas. ¡Ay, de quien disintiera! Pero, a espaldas del líder, cada adulador trataba de escapar al ajuste de cuentas. El primer lugarteniente, Goering, en uniforme blanco, maquillado  como señora, hizo reír a los soldados victoriosos con la propuesta de rendición. El fiel Himmler, brazo ejecutor de los horrores, intentaba salvarse mediante la capitulación. Hitler enloqueció cuando lo supo. 
 
La noche del 29 de abril de 1945, horas antes del suicidio, se casó con Eva Braun. En el banquete improvisado faltaba Fegeleing, asistente de Himmler y cuñado de la Braun. Era un oficial siniestro, muy condecorado por Hitler. El gran dictador ordenó que lo buscaran. Sospechoso de traición, fue ejecutado de prisa, sin foto, en los jardines. No tenía otro regalo de bodas el hombre que había estado a punto de adueñarse del mundo.   
 
En el centenario de nacimiento, Loringhoven merece ser releído, aunque sólo fuese para comprobar –parafraseando a Heráclito- que nadie se sumerge dos veces en el mismo libro.
 

 

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