Por Julio Carpio Vintimilla

 

Tener una autoestima local es bueno y útil; pero no llevemos la cuestión hasta inflar sencillonamente el ego localista. El narcisismo lugareño es tan vacuo como antipático. El mundo es muy grande y está abierto para quienes quieren conocerlo
 
 
Por qué hay gente que se queda a vivir en un lugar olvidado de Dios? Leímos una vez esta pregunta en un muy interesante libro de introducción a la Geografía. Respuesta: Porque esa gente tiene allí sus raíces y su adaptación. En otras palabras, tiene allí su parentela, sus vecinos y su entorno; es decir, su medio social y natural. Por lo tanto, ese preciso lugar es, para ellos, nada menos que su lugar en el mundo. Reiterémoslo: un lugar único, propio, característico, especial e irreemplazable. Y eso es eso… La explicación dada parece ya bastante completa y satisfactoria. Pero, a pesar de todo, es necesario agregar que, en este caso más bien raro, los factores sociales de fijación -- los anteriores -- resultaron más eficaces que los del movimiento. (La búsqueda de un trabajo mejor, la atracción de la posible prosperidad, la tentación de las “luces” de la gran ciudad…) Extendiendo un poco las cosas, se puede afirmar que todos nosotros, en algún momento, debemos elegir entre permanecer en nuestro lugar de origen o marcharnos a cualquier otro más prometedor. Quedarse o irse; una de las grandes alternativas vitales… / Corolarios de lo dicho: (1) El lugar en que nacimos nos marca y nos identifica fuertemente. (Salvo que se haya salido de allí muy niño.) (2) La valoración positiva del lugar natal está, para casi todos, en la base misma de las conductas y los sentimientos personales y colectivos. (Pertenencia local, regional, nacional; y sus expresiones y deformaciones: localismo, regionalismo, nacionalismo, patriotismo, patrioterismo…)
 
Es, en consecuencia, muy explicable que ciertas personas -- con una limitada perspectiva, ciertamente -- sobreestimen las cualidades de su lugar de origen. (Cuenca, la Atenas del Ecuador; Quito, la Cara de Dios; en la Argentina: Córdoba, la Docta; Salta, la Linda…/ Grandes exageraciones, erigidas sobre una pequeña base de verdad.) Y las sobreestimaciones se aceptan más bien pasivamente y se difunden. Y, así, -- cuando de fiestas locales  se trata, por ejemplo -- las implicaciones autolaudatorias afloran fácilmente y se repiten impunemente. Y los corteses o interesados visitantes, por su parte, ponen su contribución en la menguada hechura: Les regalan a los narcisos localistas un halago o una zalamería; que estos últimos, con una consumada candidez, se lo creen así nomás y sin más… En esta línea, Gonzalo Zaldumbide -- el buen escritor quiteño -- tuvo para Cuenca un halago famoso: Ciudad cargada de alma… / Bonito, quizás…/ Pero, más allá de la retórica, ¿qué significan estas palabras? Veamos. ¿Quería decir Don Gonzalo que los cuencanos tenemos un espíritu colectivo fuera de serie? ¿Y existirá semejante e impresionante cosa? ¿Quería decir él que los cuencanos somos muy sensibles, sutiles y refinados? ¿No sería esto obviamente exagerado y casi totalmente falso? / En fin…/ Es, pues, difícil encontrarle a la afirmación un contenido concreto. Y, talvez, al respecto, haya sólo un rasgo seguro: El aserto no es literal; es metafórico. Y, por lo tanto, no quiere decir, precisamente, lo que las puras palabras expresan: Que nosotros, los cuencanos, nos hemos echado al hombro nuestra alma colectiva. Sigamos.
 
Cuenca es la ciudad serrana que está más cerca del mar; a vuelo de pájaro, a menos de cien kilómetros del Pacífico. Está muy cerca de Tres Cruces; la occidentalísima divisoria de aguas del continente sudamericano. Es la capital provincial serrana más cercana a Guayaquil. Tiene el puerto marítimo y la playa más cercanos: Puerto Bolívar y Jambelí. 
En este punto, una anécdota. Asistimos en cierta ocasión -- como parte del público solamente -- a una reunión cuyo tema era algo así como SUGERENCIAS PARA UNA BUENA ACTIVIDAD CÍVICA DE LOS CUENCANOS. Pensábamos nosotros  -- a veces somos un poco ilusos -- que cada participante de la mesa traería alguna propuesta más o menos elaborada y factible. Por eso concurrimos. ¡Desengaño! Todos hablaron con el facilismo de siempre: nuestro acendrado amor a la ciudad; la enésima repetición de aquello de la vocación intelectual de los cuencanos; la valía y la grandeza de nuestros héroes y próceres; hasta la sobada, viejísima y falsona palabrería de los cielos azules y los ríos cantarinos… Y, a continuación, el colmo. Alguno de los intervinientes contó que había tenido una pesadilla terrible: Cuenca era aniquilada y desaparecía en una especie de tormenta bíblica. Y él se quedaba como flotando en el aire, como extraído de la realidad, como un agonizante…/ Bueno, en aquel momento, la  ya  poca  curiosidad nuestra se terminó de agotar; y, peor aún, empezábamos a sentir una casi molesta vergüenza ajena. ¿Qué hacer?  Pues, lo que -- en casa de su madrina --  el niño César Dávila Andrade le pidió a su madre: irrrnos…Nos pusimos de pie discretamente y buscamos la puerta más próxima.
 
Aquí, confirmemos algo: Cuenca-- nuestro lugar en el mundo -- sí  tiene unos atributos notorios y notables. Y-- hablando de Geografía -- anotemos sólo unos pocos y primordiales hechos de situación. Cuenca es la ciudad serrana que está más cerca del mar; a vuelo de pájaro, a menos de cien kilómetros del Pacífico. Está muy cerca de Tres Cruces; la occidentalísima divisoria de aguas del continente sudamericano. Es la capital provincial serrana más cercana a Guayaquil. Tiene el puerto marítimo y la playa más cercanos: Puerto Bolívar y Jambelí. Es la ciudad serrana más próxima a un puerto amazónico: Puerto Morona. Está en la única zona urbana del país que contiene dos capitales provinciales; ella misma y Azogues. Una curiosidad: Cuenca está casi exactamente en la mitad de la distancia entre Lima y Bogotá. Y, también, está más cerca de Iquitos y Leticia que las ciudades peruanas y colombianas. ¿Y estos hechos sirven para algo? Sí, señor. Quizá los cuencanos del futuro sabrán sacar las ventajas económicas y turísticas que en lo dicho están implícitas. Y son varias e importantes… Pero este ya es otro cuento. Volvamos, pues, al argumento que estamos haciendo correr. 
 
Y, a pesar del aislamiento, Cuenca abrió mundo y se abrió al mundo. Ya hemos hablado de los entradores; los colonizadores azuayos del sur de la Costa y el sur del Oriente. Los exportadores de quinina y sombreros se las arreglaron para cruzar El Cajas y llegar a lejanos mercados. Cuando ya tuvo universidad, la ciudad envío sus profesionales a Guayas, a El Oro, a Manabí. (Y recibió a estudiantes de muchas provincias; y de Colombia y de Chile.) Fue pionera en la provisión de ciertos servicios urbanos básicos, en la industrialización, en el comercio, en el deporte, en la arquitectura residencial, en la conservación del patrimonio cultural… En otra dirección, los cuencanos que se marcharon están en Nueva York, en Los Ángeles, en Toronto, en Milán, en Madrid, en Sidney… Fueron tareas, las anteriores, grandes o pequeñas; pero todas crearon relaciones y lazos de la ciudad con el mundo que nos rodea. 
 
¿Algunas lecciones de lo dicho? Aquí están. Cuenca es una ciudad destacada. Pero vivir una larga vida sólo en Cuenca… (¿No sería recomendable, por lo menos, pasar los años de la vejez en un pueblito marítimo?) Tener una autoestima local es bueno y útil; pero no llevemos la cuestión hasta inflar sencillonamente el ego localista. Atención: El narcisismo lugareño es tan vacuo como antipático. En otro sentido: El mundo es muy grande y está abierto para quienes quieren conocerlo. Conozcámoslo, en todos sus aspectos. Ampliaremos nuestras perspectivas. Y, sobre todo, siempre será mejor ser modestos, razonables y empeñosos. Y conocernos a nosotros mismos y a los demás. ¿Y ser atenienses, de verdad y legítimos, no es, justamente, lograr algo como esto? 
 

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