Por Eliécer Cárdenas

 

Eliécer Cárdenas
Por el Ministerio de Cultura pasaron hasta ahora varios personajes, pero con ninguno de ellos, a pesar de sus mejores intenciones, hubo un rumbo definido y fértil para un ministerio con recursos que se ha provisto en menos de una década de una frondosa burocracia cultural en la Capital de la República

 

 
 
 
La salida del anterior titular del Ministerio de Cultura y Patrimonio en medio de una polémica con un intelectual de prestigio, acerca de un presunto borrador de un nuevo proyecto de Código de la Cultura, muestra a las claras que, a más de siete años de creado el Ministerio de Cultura, al que luego se le agregó el área de Patrimonio que tenía su propio ministerio, esta secretaría de Estado no ha encontrado todavía su norte y hasta su razón de ser.
 
   El actual Gobierno creó el Ministerio de Cultura como una presunta necesidad de, a través de él, definir una política de estado hacia la cultura, o las culturas si se quere que esta noción antropológica, muy importante por cierto, aderece el cometido de lo que comúnmente se entiende por áreas culturales, esto es una serie de prácticas y disciplinas de artes creativas como la música, la pintura, la literatura, que ciertamente requieren apoyos para existir y ser difundidas. Sin embargo, el criterio eminentemente antropológico de cultura que suele invariablemente manejarse en las esferas políticas, del signo que sean, establece una identificación a la larga fatal entre creación artística –parte de la cultura, claro está- y la cultura lata con sus connotaciones antropológicas, verbigracia la cultura huaorani, donde también existen manifestaciones artísticas, pero en donde Occidente ha dado el peso a lo meramente etnológico y antropológico.
 
Por el Ministerio de Cultura pasaron hasta ahora varios personajes del quehacer artístico, literario, de la cinematografía, la música, la sociología y la antropología, e inclusive alguien no vinculado a esos menesteres y más bien activista político de carácter duro, pero con ninguno de ellos, a pesar de sus mejores intenciones, hubo un rumbo definido y fértil para un ministerio que ha contado con recursos y se ha provisto en poco menos de una década de existencia de una frondosa burocracia cultural en la Capital de la República, en donde se ha normado hasta en exceso los protocolos y trámites para conceder fondos a creadores y gestores, siempre deficitarios aquellos fondos en la medida de no conceder a individualidades sino generar un tejido cultural más sólido en nuestra raquítica infraestructura en artes y cultura.
 
   Un código de la o las culturas debería ser fruto de un fecundo diálogo donde el Estado sea un interlocutor más, no un pretencioso aspirante a director de orquesta cuando, por seguir con el ejemplo, las notas y la música están en otro lado, no en el aparato, sino en quienes lo ejecutan, los creadores, los gestores, los animadores, los escritores, poetas, músicos, actores, dramaturgos, danzarinas y danzarines y un largo etcétera de elementos que todavía esperan políticas culturales, no políticos para la cultura.

 

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