Con frecuencia se ha oído hablar de presos políticos. Pero cuando los tribunales los han hallado culpables y los condenan, se convierten en políticos presos. La diferencia no solo radica en un jugar con los nombres, sustantivándolos o adjetivándolos según vayan antes o después

Uno de los padres del pensamiento occidental calificó al ser humano, hace dos mil trescientos años, como un animal político, considerando su capacidad de organizar la sociedad con leyes que garanticen la vida dentro de la “polis”. Pero si Aristóteles volviera para vivir en una sociedad de leyes acomodadas al interés individual, de seguro que trocaría los elementos de su definición, puesto que los políticos habrían hecho descender la sociedad al reino que no necesita de otro gobierno que las leyes naturales.

En esta indefinición hemos sobrevivido desde poco antes de la sombría segunda mitad del siglo XX, cuando perdimos la oportunidad única de consolidar la transformación del país, debido a la indecisión de uno de los grandes políticos que nos enseñó a vivir del discurso, mientras descendíamos, nutridos de los mismos lugares comunes, de las mismas promesas:

“…sentisteis que no era posible continuar con el fraude electoral corruptor y corrompido; que no era posible continuar con el privilegio económico inmoral de ciertos pequeños grupos y especuladores sin conciencia, que era menester proclamar la igualdad de los ecuatorianos ante el deber, ante la ley, ante el derecho; que era menester reunir a todos los ecuatorianos en un solo haz sentimental e intelectual para expresar en América la voz de la libertad…”

“Os recomiendo pensar, ecuatorianos, en que una nación, y como tal el Ecuador, es una complejidad orgánica y tradicional. La forja la naturaleza, la complica la naturaleza; el tiempo le va dando forma y en esta agrupación orgánica tradicional hay muchas fuerzas que operan en diverso sentido, produciendo diferentes resultados. El gobierno es una de estas fuerzas; no es la fuerza única ni es la más poderosa, porque la fuerza más poderosa son los individuos y entidades que constituyen la nacionalidad: los centros agrícolas, comerciales, industriales; las universidades, los colegios, la Iglesia y, sobre todo, los individuos”.

Desliza ante el auditorio delirante una idea cuya originalidad debimos reclamar oportunamente: “Por consiguiente, si me preguntáis ¿qué he hecho por el país en este año tormentoso? Tengo pleno derecho a contestaros ¿y qué habéis hecho vosotros por la nación en este año tormentoso?”

“Pues bien ¿sabéis lo que he hecho? Tratar de dar al país conciencia nacional, orgullo de la nacionalidad. Para mí, amigos, todo está en el interior del hombre; todo está, oídlo bien, en el interior del hombre. Si el hombre es heroico; si el hombre tiene conciencia nacional, si el hombre tiene orgullo, si el hombre ama el deber, si ama el sacrificio, no le importan la pobreza, ni siquiera la derrota militar, porque el hombre que tiene alma, el hombre que tiene inteligencia, el hombre que sabe poner la inteligencia al servicio del deber, quebranta la roca, transporta los montes, vence la naturaleza… Por consiguiente, lo esencial es la moral del individuo”.

“Queremos vincular con carreteras la Sierra con la Costa (…) Reguemos los campos del Chimborazo, los campos de Tumbaco, los inmensos campos manabitas, captemos las aguas del río Pisque para regar inmensas tierras vecinas. Y ¿por qué no soñar? El hombre ha de soñar, la Nación ha de soñar (…) Soñemos en aprovechar las aguas del Pastaza. Ese río trágico, empeñado en inútil y eterno combate contra las faldas del Tungurahua, que convierta sus energías en fuerza eléctrica (…)”

Cesados los aplausos y las aclamaciones, prosigue el orador:

“Pero, amigos, no habrá en el mundo hombre alguno, gobernante alguno que pueda daros felicidad completa y una nación plenamente reconstruida y destinada a la contemplación estática. Si fuéramos felices, después de poco seríamos imbéciles. La gloria está en la lucha. La gloria está en saber triunfar (…)”

Era el 28 de mayo de 1945. Antes de concluir, el doctor Velasco Ibarra hizo un llamamiento al pueblo a no dejarse engañar por el peligro de los chismes, otra idea brillante, cuya originalidad debería ser reclamada oficialmente estos días, ante la Santa Sede.

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