El episodio telúrico de La Josefina es el hecho noticioso de mayor expectación nacional e internacional originado en Cuenca en el siglo XX: el cerro Tamuga, plagado de fallas geológicas, debilitado en la base por explotaciones mineras y sobrecargado de humedad por el invierno, se fue abajo la noche del 29 de marzo de 1993.

 

Dos años antes -22 de marzo de 1991- los técnicos Rosendo Tusa y Jaime Ampuero, funcionarios del Instituto Nacional de Minas, presentaron un informe a sus superiores sobre los riesgos por la explotación de materiales en La Josefina:

 

“Cuán preocupante sería si gran parte de la altiplanicie se vendría hacia abajo y tapona el curso normal de las aguas en la garganta del río que se forma en el sector de La Josefina. La represa o embalse natural traería consigo situaciones peligrosas y por qué no decir desastrosas para las poblaciones y tierras bajas localizadas en el curso inferior del río, como es el caso del cantón Paute y el Proyecto Hidroeléctrico”, apuntaron los técnicos. Y pasó eso y mucho más.

 

Alrededor de 50 millones de metros cúbicos de tierra formaron un dique de 400 metros de largo, 800 de ancho y 120 de alto, sobre el valle encerrado entre montañas y atravesado por el cauce unido de cuatro ríos provenientes de Cuenca, dos de Azogues y numerosas quebradas convertidas en torrentosos ríos por el rigor implacable del invierno.

 

En el sitio del derrumbe converge el río Jadán, que también quedó taponado formando un segundo lago en forma transversal, aunque de menor tamaño debido a que sus caudales son apenas poco mayores que los de una quebrada.

 

El desplazamiento del cerro sepultó decenas de viviendas cuyos habitantes quedaron atrapados bajo tierra. Nunca se supo ni se sabrá el número exacto de víctimas, campesinos marginados de los censos de los vivos y los muertos.

 

El río Paute dejó de correr aguas abajo durante 33 días, hasta llenarse el embalse que se abrió paso con sus propias energías en irónico desafío a los técnicos que  abrieron un canal en lo alto de la cresta con poderosas maquinarias, jornadas de 24 horas de trabajo y aún armamentos militares para hacer la guerra contra el desastre.

 

El embalse inundó cerca de mil hectáreas con un lago que se extendió incontenible sobre cultivos, carreteras, obras públicas, viviendas campesinas y villas de gente adinerada que había escogido los valles pintorescos y apacibles para residir o disfrutar en los tiempos de descanso.

 

La inundación cambió la historia y la geografía del paisaje y produjo traumas físicos y sicológicos en los habitantes de la región: familias mutiladas, desesperación por la pérdida de bienes, incertidumbre sobre el futuro, aislamiento de pueblos desconectados por la destrucción de los carreteros, provocaron dramas nunca sospechados.

 

El Gobierno presidido por Sixto Durán Ballén y los técnicos nacionales y extranjeros más capacitados hicieron cuanto debieron y pudieron para mitigar la tragedia. El objetivo fue disminuir la altura del dique para evacuar las aguas, mediante un operativo mecanizado sin precedentes en el Ecuador. Por cada metro que subía el espejo de aguas, en los extremos del lago se inundaba un promedio de 60 hectáreas.

 

La solidaridad de los ecuatorianos y de gobiernos extranjeros se hizo presente a través de diferentes maneras, especialmente contribuciones económicas, que fueron a manos de la Curia de Cuenca para financiar las obras de vivienda en favor de los damnificados.

 

El desastre tuvo dos partes claramente definidas y aún contrapuestas, con el dique de por medio: aguas arriba era la inundación lenta e incesante que cubría el paisaje con todo lo que había en él; aguas abajo, el terror por el desbordamiento. Mientras unos esperaban con ansiedad, otros presentían aterrorizados el desfogue de las aguas. Nadie podía vivir ni dormir tranquilo.

 

El Descanso, a medio trayecto entre Cuenca y Azogues, era el centro del gigantesco lago cuya presencia parecía increíble. Las aguas estaban más de 40 metros encima del puente característico entre las provincias de Azuay y Cañar, en cuyas proximidades se dio un hecho inolvidable: una vivienda de madera, de dos plantas, fue puesta a flotar sobre tanques de metal. Era el Arca de Noé en el diluvial episodio de La Josefina, símbolo de la voluntad de las víctimas del desastre decididas a no claudicar ante el infortunio.

 

El bullicio del río había desaparecido por completo. Llamaba la atención el silencio profundo y estremecedor en las riberas, donde resonaban las pisadas de los curiosos a tiempo completo para ver crecer el lago, los trinos de las aves o las voces de la gente que conversaba por primera vez sin el fondo del rumor de las aguas corrientes golpeando contra las piedras del cauce.

 

Los habitantes de la parte baja fueron evacuados a las montañas, hacia  campamentos improvisados con carpas, pues de un momento a otro podía romperse el dique y las aguas furiosas arrasar cuanto encontraban al paso. La espera lenta, angustiosa, del desenlace, tuvo días de tensión que seguía el país a través de la radio y la televisión que trasmitían desde las montañas próximas al valle de La Josefina. El episodio milenario incitaba la curiosidad del espectáculo.

 

Al cumplirse un mes del deslave, los técnicos concluyeron que la solidez del dique no permitiría el desfogue violento. Entonces las autoridades, que habían declarado la alerta roja, volvieron a la alerta azul, para que la gente dejara los campamentos de refugio y regresara a sus viviendas. Era una terapia para aliviar las tensiones de los nervios y la mente.

 

Sin embargo, en la madrugada del primer día de mayo, el riachuelo de desfoque de la víspera sobre el dique, empezó a transformarse en caudal torrentoso cuyo estampido fue el anuncio de una alarma inevitable: hubo tiempo indispensable para volver a la alerta roja y evacuar rápidamente a la población a las montañas.

 

Los habitantes del trayecto desde La Josefina a Paute miraron atónicos, desde los pueplecitos de plástico improvisados en los campamentos de refugio, cómo las aguas enfurecidas arrasaban las viviendas, los bosques y el paisaje al que estaban adheridas sus vidas y querencias.

 

La televisión no se perdió la oportunidad de transmitir el espectáculo telúrico que solamente puede ocurrir en períodos milenarios: una camioneta de Teleamazonas que supuestamente había llegado a una altura suficiente a buen recaudo de la corriente, fue sorprendida por ésta y se le vio desaparecer como una caja de fósforos en las furiosas aguas de la crecida.

 

Los taludes de los cerros se desmoronaban hacia el cauce, arremetidos por el golpe de olas gigantes y se veía a las viviendas de las orillas tambalearse como casas de juguete, antes de disolverse en las aguas en segundos.

 

Aproximadamente en tres horas se vació la mayor parte del gran lago que había demorado 33 días para formarse entre las montañas, con las aguas escurridas de una vasta hoya de más de tres mil kilómetros cuadrados, durante el invierno.

 

En el paisaje liberado de la inundación volvieron a aparecer las casas de ladrillo y los caminos -las de adobe no resisitieron-, pero el sedimento formaba una capa negra sobre la superficie, de la que sobresalían eucaliptos y árboles frutales muertos.

 

Del dique hacia abajo, todo era destrucción. La violencia de las aguas arrasó las carreteras y los puentes de hormigón se desplomaron como si fuesen de naipes, quedándose las estructuras a cientos de metros de donde fueron armadas, supuestamente para perdurar indefinidamente gracias al poderío de la técnica.

 

El Gobierno decretó la creación del Consejo de Programación de Obras Emergentes, organismo responsable de la reconstrucción de lo perdido que pervive aún, pues la magnitud de los daños retornó al menos dos décadas atrás la vida y la historia de los pueblos perjudicados.

 

Seis años después, queda todavía el lago residual entre las montañas de El Descanso y La Josefina, achicándose cada vez por el sedimento que acabará en la primera década del nuevo siglo por llenarlo todo, con el río al medio, formando meandros, que deberán reencauzarse.

 

En las áreas que sufrieron la inundación y la arremetida del desfogue, la gente ha reconstruído sus viviendas con capricho y valentía. La casa flotante, que fue a parar en un terreno ajeno cuando bajaron las aguas, es un testimonio de la fortaleza de ánimo con la que los habitantes de los pueblos estragados afrontaron el episodio que dañó la geografía pero no pudo quebrantar las voluntades.

 

En alguna medida, la nueva realidad ha mejorado a la perdida. Centenares de caseríos rurales se han incorporado a la vida moderna gracias a un anillo de vías alternas concebido y ejecutado “gracias” a la tragedia.

 

La Josefina es un hito en la historia regional de las provincias del Azuay y Cañar, cuyos habitantes sufrieron las consecuencias del desastre, sin ser ajenos a una inconsciente satisfacción porque les tocó ser protagonistas de un acontecimiento natural que acaso se repita después de millones de años.

 

Ellos contarán a sus hijos y nietos, seguramente incrédulos, la magnitud de los dramas que captaron sus retinas, cuando el derrumbe del cerro Tamuga les hizo sentir algo tan estremecedor y majestuoso como el gran diluvio.

 

El Ferrocarril, que demoró 60 años para llegar a Cuenca en 1965 y había constituído más el recuerdo afectuoso de una época pasada, que un servicio público, desapareció para siempre de la faz de Cuenca, pues la inundación del trayecto de rieles fue el gran pretexto para que el Gobierno decretara la defunción y olvido de la culebra de metales.

 

El número de víctimas y el cálculo de las pérdidas materiales no se conocieron y seguramente no se conocerán en el futuro, como el resultado de las investigaciones “hasta las últimas consecuencias” para dar con los autores, cómplices y encubridores de los daños causados a la naturaleza con la explotación irracional de materiales en las lomas de El Tahual, plagadas de fallas geológicas.

 

Seis años después del desastre, en uno de los juzgados de Cuenca se ventila un proceso destinado a establecer responabilidades sobre malos manejos económicos para las obras de vivienda en favor de los damnificados, dentro del programa dirigido por la Curia de Cuenca, con donativos generosos y aportes del Gobierno.

 

El Gobernador de la provincia del Cañar durante el período de la emergencia, que recibió recursos para atender a los damnificados por el desastre, fue denunciado por la Contraloría del Estado por desvío del dinero hacia fines particulares suyos. Un proceso judicial para sancionarlo guarda reposo en la Corte Suprema de Justicia, mientras el implicado en la defraudación goza de comodidad y buena salud en los Estados Unidos.

 

Las páginas siguientes son parte del trabajo con el que el autor cubrió la información del desastre de La Josefina para el diario ecuatoriano El Comercio: nunca antes, un tema había recibido un seguimiento tan intenso, durante más de dos meses consecutivos, siempre en primera página, con reportes diarios en interiores y constante seguimiento en los años posteriores.

 

La experiencia es inolvidable para los periodistas a quienes correspondió la oportunidad de vivir la tragedia y mirar de cerca rostros con lágrimas, pero también manos solidarias estrechándose con afecto.

 

En noviembre de 1996 fue inaugurada la carretera El Descanso-La Josefina, obra que permitió recuperar gran parte de la realidad perdida, pues es el trayecto más corto para conectar los pueblos orientales y la provincia de Morona Santiago, con la capital de provincia y el resto del país.

 

La inundación y el desfogue violento enseñaron el poder de vida y de muerte que oculta el agua: las gotas que revitalizan los campos, si se acumulan, rompen los diques y destruyen por donde pasan. El agua consume el fuego, pero el fuego lo que hace es no más que evaporar el agua.

 

El agua tiene también sus ironías. Lo primero que hicieron los habitantes de los pueblos sumergidos por la inundación o destrozados por el desfogue violento, cuando concluyó lo trágico del episodio, fue buscar agua para limpiar los escombros de las calles y las casas.

 

 

 

Cuenca, Enero de 1999

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