La mascarilla hoy es una pieza de moda universal y hay sanción por no llevarla. El coronavirus la ha convertido en un objeto pandémico para cubrir medio rostro e impedir que se filtre el virus al sistema respiratorio humano. Hasta hace un año sólo los terroristas y los ladrones ocultaban con ella su malhechora identidad, a más de los honrados laboratoristas, médicos u obreros en las fábricas, pero a quienes no se les ocurría ir con tapabocas por la calle, como las ovejas.
 
Un símbolo del Covid-19 es la mascarilla y nadie puede despojarse de ella sin riesgo mortal. La viste todo el mundo sin distinción de edad, sexo, posición económica, religiosa o ideológica. Es un símbolo global de democracia, impuesto por la fuerza, como en el campo político de ecuatorianos tiempos electorales: si no vas a votar por cualquier aborrecible candidato, te cae la multa…
 
Pero… mejor ponerle buena cara a la mascarilla: las hay blancas, negras, coloreadas, rectilíneas, curvilíneas, a gusto de usuarios de todos los sexos, edades y preferencias. Ojalá al gobierno no se le ocurra obligar a que el color de la minúscula prenda sea el de su partido. Entonces sería de arriesgarse a salir sin ella a esperar la inmunidad de los rebaños.
 
Se habla de mascarillas, cubrebocas o tapabocas. Son el mismo objeto, pero tienen diferencias, según el usuario. Las mascarillas las usa, sin distinción, todo ser humano; los cubrebocas, los asambleístas que, aunque no las lleven puestos, no dicen pío en las sesiones; y, los tapabocas, aquellos que, con rabo de paja, hacen mutis por el foro si se discuten proyectos de ley contra la corrupción.
 
Las mascarillas están de moda, aunque de mal modo, al declinar la segunda década del siglo XXI. Son un mal necesario y sus orígenes serían milenarios, pues la de hoy no es la primera de las pandemias. Es posible que Adán y Eva las usaran, para no percibir el mal olor de las manzanas podridas y, acaso, además, habrían inventado alguna forma de zapatos para proteger sus pies.
Y deberíamos alegrarnos del feliz invento del calzado, pues de no haberse dado hoy los sabios en las ciencias biosanitarias y los ministros de Salud estarían no sólo mandándonos a lavar a cada rato las manos, sino también los pies. Y eso sí sería incómodo, pero sobre todo ridículo!
 
Los zapatos son indumentaria que casi forma parte del cuerpo humano a estas alturas de la civilización y los calzan aun quienes no usan los pies. Causaría humor un señor en silla de ruedas con los pies descalzos, aunque fuera el Presidente de alguna República. Ojalá terminara pronto la pandemia para que las mascarillas no vayan a perpetuidad.
 
Lo malo, muy malo de la mascarilla, es que encubre cruelmente a los varones los labios y la bella sonrisa de las mujeres, que se ingenian para de algún modo exhibir, pese a la prisión de los zapatos, la finura de sus piececitos bellos, pero no pueden dejar su mascarilla. Esperemos, con impaciencia, la salvación por las vacunas, para verlas desnudadas de la ocultadora prenda…

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