Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

El ejemplo más escandaloso de corrupción lo estamos presenciando en el Brasil cuando la presidenta Rousseff abdicó del mando en favor de su padrino político Lula da Silva al nombrarle como su principal ministro, disfraz a ser usado para encubrir un enorme esquema de tráfico de influencias

   
   

 

Si antes la violencia revolucionaria y la ilegalidad de los regímenes dictatoriales y autoritarios generaban inestabilidad en las instituciones políticas democráticas latinoamericanas, hoy en día la amenaza más evidente proviene de la sucia política de la corrupción que acosa al continente más desigual del mundo con su rostro sucio inundado de “hordas de mendigos y vagabundos” para utilizar una expresión de Rodolfo Kusch en su libro América profunda. La corrupción ha aumentado la ingobernabilidad de las frágiles democracias de América y pone en riesgo la consolidación de esa nueva sensibilidad social de la mayoría de sus gobiernos populistas, denominados de izquierda.

   Si la corrupción acosa, también acechan graves amenazas derivadas de la crisis financiera global cuyos efectos acumulados por la fuerte caída en los precios de las materias primas, la deuda externa y el fracaso del modelo estatista frenan el crecimiento económico en un momento en que la pobreza y el desempleo aumentan. Aun más, los efectos de la corrupción, sobre todo cuando ha tocado esferas muy altas de los gobiernos y permitido la consolidación de mafias “de hombres de negocios”, tiene que ver con la expansión del comercio de drogas en las sociedades latinoamericanas.

   El surgimiento de las “narcocracias” se ha convertido en una dura realidad dentro del presente contexto, en el que la búsqueda desesperada de riquezas se lleva a cabo por cualquier medio ilícito. Esto demuestra una profunda crisis de valores en América Latina que involucra a todos los sectores sociales, desde los más poderosos hasta los más marginados.

   Es importante hacer notar, asimismo, la caída estrepitosa de la credibilidad de muchos de los gobernantes latinoamericanos al repetir viejos errores que parecen enquistados y permanentes, a saber: la visión clientelar de la política, la lógica corporativa de las elites,

 

la incapacidad de fiscalizar a los poderosos, la permanente modificación de las reglas de juego y la imposición de conductas gubernamentales propias de los regímenes totalitarios, alentando consignas que so pretexto de la participación de los supuestamente excluidos pregonan la discriminación de buena parte de la población, contra la que se dictan medidas dirigidas a socavar sus derechos como personas y a anular el fruto de sus esfuerzos mientras se fomenta la dependencia del Estado y premia la desidia personal y social.

   En un sistema político donde la corrupción es estructural y existe desde hace décadas, la munición es abundante y los blancos fácilmente disponibles. Desde el momento en que uno tira la primera piedra, la represalia es inmediata y, después la guerra se generaliza.

   La sucesión de casos de corrupción es monótona y la frecuencia con que las denuncias aparecen empieza a causar fastidio en la opinión pública, donde hay una creciente tendencia a creer que el sistema político es insalvable. Ya no son individuos o partidos los que están bajo sospecha, sino los sistemas políticos enteros. Si esta tendencia prospera, hay un serio riesgo de que los parámetros institucionales acaben perdiendo la credibilidad pública.

    Este pronóstico pesimista, es una alerta a la sociedad latinoamericana, sobre quien caerá la carga de revivir instituciones políticas debilitadas por el virus de la corrupción. El ejemplo más escandaloso de corrupción lo estamos presenciando en el Brasil cuando la presidenta Rousseff abdicó del mando en favor de su padrino político Lula da Silva al nombrarle como su principal ministro, disfraz a ser usado para encubrir un enorme esquema de tráfico de influencias, lo cual confirmó el vínculo perverso entre “política y empresa” en Brasil y cuyos tentáculos se han extendido a países vecinos. Ese terremoto moral carcome a Venezuela, un país a la deriva y en donde son elocuentes los actos de corrupción institucionalizada.

 

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