Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

Según las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) para el 2017, el 24% (4,3 millones de personas) de la población corresponderá a jóvenes entre 16 y 29 años facultados para votar y representarán al menos, el 35% del padrón electoral.

   
   

 

La primera Encuesta Nacional sobre Jóvenes y Participación Política en Ecuador, realizada en junio de 2011 por la universidad Salesiana, Flacso, Ágora Democrática y Perfiles de Opinión arrojó datos esclarecedores, entre otros, los siguientes: El 74% es reacio a militar en un partido; el 22,3 está dispuesto y el 4% quizá lo haría. El 15,2% de los jóvenes entre 16 y 29 años de un total de 4.243 encuestados dijo estar muy interesado en política frente al 14,2% a quienes no les interesa.
 
   El 51,8% respondió que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno; el 23,4% es indiferente y el 22,8% cree que en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a un democrático.
   Estos resultados deben manejarse con cuidado, pues pueden arrojar mucha luz, pero también pueden crear distorsión cuando sus indicadores pueden ser manipulados. No obstante, como instrumento de análisis, sus resultados pueden abrir interrogantes y ayudar a los especialistas en temas de juventud, a los partidos y movimientos políticos para trazar estrategias y acciones específicas a favor de la juventud.
 
   Una primera lectura de esa encuesta deja un sabor amargo e incluso advierte signos de desmotivación, menor entusiasmo e intensidad a la hora de actuar como gladiadores en el quehacer político. No es raro que buena parte de la población joven experimente un progresivo rechazo visceral por la política convertida en el circo en el que actúan mentirosos compulsivos, gentes sin vergüenza y sin honor capaces de cualquier cosa por atraer un voto o por hacerse acreedores de un amago de aplauso.  
 
   La política es hoy un estercolero en el que apenas hay espacio para gentes rectas, con sentido de honor, del deber cívico y de la responsabilidad. Para ser un mediocre político es preciso ser un gran mentiroso y para ser un gran político es necesario ser un mentiroso compulsivo.
 
   El rechazo creciente que experimenta la sociedad ecuatoriana y en particular la juventud por la clase política demuestra que todavía queda algo sano en nuestro país. 
 
Para que exista una renovación de la vida política, y en general una regeneración de nuestro país, es preciso, ante todo y sobre todo, sanear la política, abrir de par en par las puertas de los poderes del Estado hasta que desaparezca ese aroma fétido a corrupción, a bajas maniobras, a intereses de parte enfrentados con declaraciones y frases tan rimbombantes como huecas, y entre aire nuevo.
 
   Para ello es preciso que los partidos políticos hagan un esfuerzo serio por sacar a muchos jóvenes del estado de perplejidad y de resignación pasiva en que se encuentran, empezando por mirarse en sus propios espejos, pues muchas de sus estructuras organizativas han quedado viejas y desfasadas desde hace tiempo sin superar sus déficit democráticos. No podemos olvidar que los jóvenes conocen – y padecen – el contexto de una sociedad globalizada en la que les ha tocado vivir, que aprovechan intensamente las facilidades del desarrollo tecnológico para comunicarse, informarse y conocer otras realidades.
 
   Es necesario impulsar entre los jóvenes un gran debate participativo en dirección a lograr una mejora cuantitativa de la democracia interna en los partidos políticos, un retorno al debate ideológico como elemento enriquecedor para la dignificación de la política y la lucha contra los comportamientos irregulares y éticamente criticables.
 
   Estamos ante una nueva generación que ha aprendido que se le ofrecen respuestas a preguntas que ellos no han hecho, que buscan motivos para involucrarse de manera exigente y crítica, que demandan a los partidos y sus líderes coherencia, valentía, honradez y mayor capacidad de innovación para dejar atrás el discurso vacío de contenidos que hace que la política pierda su valor de confrontación de ideas y de proyectos.
 
Los jóvenes no piden lo imposible, como sus antecesores del 68. Quieren sencillamente lo posible. ¿Cómo no darles la razón?.

 

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