Por Julio Carpio Vintimilla

 

       La tía Mariana y El Sordo Piedra paseaban por la orilla del río Tomebamba, entre el puente de La Escalinata y el puente de El Vergel, ida y vuelta. La tía no cesaba de hablar. El Sordo, en cambio, no abría la boca; y se limitaba a mostrar, con su dedo índice, alguna casa,
algún árbol, algún pajarito…
                
 
 

 

 

Advertencia.- El parecido de este personaje con otros similares -- o con personas reales, que usted haya conocido -- es perfectamente explicable.

La tía Mariana era famosa, en la “familia extendida”, por sus resbalones expresivos. Por eso, -- cuando Osvaldo Hurtado Larrea nos vino con aquello de que sus palabras se le habían corrido más allá de sus conceptos -- el primo Patricio (que escribía notas políticas,  para un diario de Loja) nos dijo:

-- Este Presidente es nada más que un copión de la tía Mariana. Y no podrá igualarla… A ella, los resbalones le salen graciosos. En cambio, a él…

    Tal característica producía una serie de comentarios y bromas; que circulaban prestamente entre la caterva de sus sobrinos directos y  políticos. (Unas tres docenas, más los inevitables “agregados culturales”; que constituían, todos, el grupo de la autodenominada familia extendida.) Ésta se juntaba, más o menos regularmente, con motivo del onomástico de la tía; y, en forma ocasional, por cualquier otra razón. Y -- azar de la sociabilidad básica -- los “marianazos” habían llegado a ser agradables y, hasta, concurridos.

       Resbalones de muestra. Una vez, la tía había dicho que viajaba a Roma, para asistir a la cantonización del Hermano Miguel. (El disparate se hizo famoso; y  casi la entera ciudad lo supo.) Pero hubo otros, muchos más, que no salieron del ámbito familiar. La tía dijo, otra vez, que el cuñado de una amiga suya se había dado al brujismo; y que, por eso, se le estaban limando los dientes…

-- ¿Cómo, tía…? - preguntó el primo Pedro.

     En esto, intervino, oportunamente, el primo Herminio; que era dentista, persona muy paciente y uno de los sobrinos preferidos de la tía.

-- No, Marianita… - dijo él -. Lo que vos has oído es que ese señor tiene bruxismo. El bruxismo, tía, es una enfermedad que sufren ciertas personas hiperactivas, estresadas o nerviosas. Y consiste en que ellas aprietan y mueven constantemente los maxilares; por lo cual, los dientes se les gastan mucho.

-- Eso, claro, eso… - dijo la tía -. Vos me comprendes, Herminio.

    Afirmación rotunda de la tía Mariana. Jesucristo dijo una vez: Mi reino no es de Macondo. / Y, así, por el estilo.

   La tía Mariana era realmente una prima de mi madre. Había heredado de sus padres -- era hija única -- una pequeña y  bonita casa, en el centro de la ciudad. Tenía, la tal, un jardincito interior. Cuando las puertas estaban abiertas, -- hecho frecuente, en aquellos tranquilos y confiados tiempos -- se podía ver, desde la vereda, el tronco de una palmera alta y una colorida estrella de Panamá. La tía vivía, modestamente, de los intereses de un capitalito puesto en un banco y del arriendo de una finca minúscula, situada en el Bajo Racar, en las afueras del poblado.

      La tía Mariana era solterona. A sus diecisiete años, había tenido un novio “intermitente”; venía y  no venía a verla… Como se puede suponer, nunca se habló de matrimonio. Este cuasirromance se terminó de manera abrupta. El buen o mal señor, de la intermitencia, falleció trágicamente: Fue arrastrado, con su caballo, por la creciente de una quebrada. Hubo, luego, un par de pretendientes en torno a ella. Pero, en definitiva, -- como dicen los españoles -- el de zapato, no vino; y el de alpargata, no convino… Y, a partir de entonces, la tía sólo tuvo un amor platónico: El Sordo Piedra. Quien mejor conocía esta relación era el primo Arturo. Él me dijo una vez:

-- Lo último que oyó Don Piedra fue el Primer Grito de la Independencia. Después de eso, ya no oyó nada. Y se quedó tan sordo como un farol.

-- ¿Cómo un farol?

-- Claro, hombre. Los faroles han sido hechos para alumbrar. Y, aun eso, sólo un poco. De oír, nada; absolutamente, nada.

-- Así debe ser… ¿Y por qué le llamas Don Piedra?

-- Porque El Sordo no tiene nombre de pila… A los Piedra, se les evaporan los nombres. Nadie sabe cuál es el nombre de un Cashpingo Piedra, de un Mono Piedra… Hasta, en el Registro Civil, han desaparecido los nombres de esa familia. Y -- para darles el respectivo certificado -- un empleado de esa oficina los ha debido numerar, según la antigüedad: Mono Piedra 1, 2, 3… Ya va por los treinta. Oye, pendejo, vos no pareces de aquí… No sabes nada de Cuenca.
-- Discúlpame, hermano, discúlpame… Si vos me tratas así, con tanta ternura, no puedo menos que disculparme… por mi ignorancia.

       Bueno, el hecho es que, de tanto en tanto, la tía Mariana y El Sordo Piedra paseaban por la orilla del río Tomebamba; entre el puente de La Escalinata y el puente de El Vergel, ida y vuelta. La tía no cesaba de hablar. El Sordo, en cambio, no abría la boca; y se limitaba a mostrar, con su dedo índice, alguna casa, algún árbol, algún pajarito…

     La tía Mariana era bondadosa. Me basta cerrar los ojos y  recordarla, para escuchar su voz diciendo: ¡Chicos, los calcetines rotos…! Una semana después, estos reaparecían: limpitos, bien parchados y zurcidos; y, hasta, con un olorcito a perfume barato. Además, de venir acompañados de una bolsa con galletitas en forma de animales. Y era la persona más impolítica que he conocido. Se olvidaba de votar en las elecciones… ¡Muchachos!, -- decía, cuando nuestras discusiones, al respecto, subían de tono -- ¿por qué “pelean” por esas cosas?  No hay revolución, no hay guerra, no falta la sal… (La revolución era el Alfarismo; cuando los liberales habían entrado, a caballo, en un templo de Riobamba. La guerra era el Conflicto del 41, con el Perú; cuando ella misma había visto volar, sobre nuestra ciudad, unos cuantos aviones peruanos; y el capitán Sandoval había querido dispararles con una ametralladora… La falta de sal era el racionamiento del arroz, el azúcar y la sal; debido a que uno de esos Niños desastrosos había tapado, con los derrumbes, las rieles del ferrocarril a la Costa.) Ella practicaba una jardinería especial. (Las cincuenta macetas, con una increíble variedad de geranios, -- que se disponían, en ángulo recto, en los corredores de su casa -- eran su orgullo y  la admiración de sus visitantes.) Era devota, pero no tanto. Y era sedentaria. (Sólo había viajado -- hace mucho, en camión y  en tren -- hasta la ya mencionada Riobamba.) Por esto último, cuando nos anunció que se iba a Roma, todos nos sorprendimos. La prima Ruth explicó el misterio: La tía tiene -- en su grupo de oración y  baraja -- una amiga andariega; que siempre está queriendo llevarla a Miami, a México… Esta vez, el agregado de la insistencia y la devoción ha logrado moverla…

       Recuerdo bien la última vez que la vi, en uno de los primeros años noventa. Ya tenía bastantes arrugas y una mediana calvicie. (La que ocultaba con un pañuelo blanco, como aquel de las Madres de la Plaza de Mayo, de Buenos Aires.) Había una reunión en casa de mi madre. En cierto momento, -- cuando la algarabía se desvaneció, con el reparto de los sánduches --  la tía Mariana habló de pronto:

-- Ayer, el nuevo párroco, de la iglesia de San Blas, nos dijo que no hay que hacerse la paja en ojo ajeno…

     Una risotada, como nunca. Cuando ésta terminó, mi madre dijo:

-- ¡Pero, Mariana…! ¿Te das cuenta de lo que acabas de decir?  ¿Comprendes lo que has dicho?

-- ¡Cómo que no…! - dijo la tía -.  Eso significa que hay personas que no ven el bolillo que tienen en sus propias manos; y, en cambio, sí ven los palillos que las otras tienen en las suyas.

-- ¡Perfecto, tía, perfecto! - gritó el socarrón del primo Rodrigo-. Y añadió: Son ustedes, todos, manga de giles, quiénes no comprenden nada, de nada…, de nada. / Luego, se levantó de su asiento; llegó hasta donde estaba la tía Mariana; y  le dio un sonoro beso en la mejilla.         

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