Fernanda Cañetaco, estudiante de la Facultad de Periodismo de la Universidad del Azuay, realiza una pasantía en la revista AVANCE, como parte de sus prácticas de formación profesional. Ella ha escogido un tema muy antiguo de la condición humana, pero siempre de actualidad, la prostitución, para iniciar las entregas periodísticas que le permitirán obtener su graduación

 

odos dicen que es dinero fácil, pero nadie sabe que es la vida más difícil”, comenta con profunda tristeza una de las chicas que ejerce como trabajadora sexual, mientras permanece sentada en una banca del parque Central de Pasaje, provincia de El Oro.

El grupo está conformado por cuatro personas. Una está cruzada de piernas, la otra de brazos y dos de ellas con los codos apoyados en las rodillas. Todas son trabajadoras sexuales callejeras; una lleva puesto un labial rojo/tomate que brilla todo el tiempo.

Otra de ellas —que reserva su nombre— lleva ya 17 años en este riesgoso trabajo. Cuenta que comenzó cuando apenas tenía 15 años. Entonces “todas las ilusiones de niña terminaron”.

Lamenta que toda su existencia haya transcurrido en una prisión, esa que se llama prostitución, en la que ha soportado “momentos terribles”, como el que sucedió una noche en la terminal de buses de Cuenca. “Estaba parada con otra compañera, de pronto llegó un taxista y me dijo que me suba al carro”. Relata que todo se volvió más terrible cuando el taxista se alejaba del centro de la ciudad; de repente el auto se detuvo y el conductor le pidió que se pase a la parte trasera del auto. Ella obedeció y comenzó a desnudarse. Pero entonces el taxista se bajó del carro con un instrumento punzante y le dijo que a partir de ese momento ella debería hacer todo lo que él le diga.

“Le rogué que no me hiciera daño, que no me lastimara, que por favor me dejara ir, pero todo fue inútil. Me robó mi carterita donde tenía las llaves de mi hotel y mis 15 dólares. Después me violó como se le dio la gana y me dejó botada en ese lugar que no conocía”. Gracias a un desconocido logró volver a la terminal. “Quería regresar a Pasaje, pero como no tenía dinero tuve que trabajar toda la noche”.

“¡Es un maldito mantenido!”, clama otra mujer que forma parte del grupo, dejando en claro que aún sigue con él. Tienen hijos y ella teme que cuando ellos crezcan y se enteren de su trabajo no la acepten y la repudien.

No tiene mucho cabello y sus arrugas son varias.  Apenas mira cuando habla. “Si él (su marido) no me hubiera metido en esto, mi vida sería diferente. Tendría un trabajo digno y nadie se avergonzaría de mí”, señala. La más gordita del grupo también habla. Ella comenzó a prostituirse para alimentar a sus hijos. “Estaba embarazada de mi cuarto hijo, vivía con mi marido y de pronto un día se fue y no volvió jamás”. El infierno comenzó hace 12 años. A diferencia del caso anterior, sus hijos sí saben lo que hace su mamá cuando sale a trabajar.

 

... La niña le contó a su madre que una maestra de la escuela en la que estudia le había dicho que si ella hubiera sabido a lo que se dedicaba su mamá jamás la hubiese aceptado como alumna

Ella confiesa que cada vez que está con un cliente se le caen las lágrimas. Cuando llora, dice maldecir al hombre que la abandonó y la arrojó a esta vida.

La cuarta, hasta ese momento callada, comienza a conversar, quizá alentada por la franqueza de sus compañeras. Ella dice que talvez para las trabajadoras sexuales de burdel sea menos “asqueroso” el hecho de acostarse con los hombres, ya que allá suele ir gente más limpia, educada y a veces seleccionada. “En cambio nos toca acostarnos con hombres que trabajan todo el tiempo en la calle”, manifiesta.

Cuando les toca lidiar con borrachos, drogados u hombres violentos, nada pueden hacer, señalan. Complacerlos es su trabajo.
Vanessa es oriunda de Machala y lleva los últimos 10 años de su vida como trabajadora sexual. Esta mujer de 37 años mantiene sola a sus cinco hijos y esto fue precisamente  la razón por la que decidió dedicarse a este trabajo, “No tuve otra salida”, señala. Desde entonces le tocó acostumbrarse a esa vida incierta e insegura.

Una cosa similar sucede con su amiga que se encuentra a su costado, vecina de barriada. Marta tiene 44 años y 13 de ellos ha vivido como trabajadora sexual, es madre de familia de tres hijas. Ella me contó que una vez su hija menor le preguntó en qué trabajaba y no supo qué responder. La niña le contó a su madre que una maestra de la escuela en la que estudia le había dicho que si ella hubiera sabido a lo que se dedicaba su mamá, jamás la hubiese aceptado como alumna. A Marta le tocó mentir porque no quería que su hija se enterara de su ‘otra vida’.

“En este oficio, si así se puede llamar, hay de todo”, dice. Al terminar el diálogo se le escapa un suspiro.

Desde su último registro, en 2015, el hospital San Vicente de Paúl de Pasaje tiene inscritas a 108 trabajadoras sexuales. Todas no son pasajeñas, provienen también de Machala, Santa Rosa, El Guabo y Huaquillas, todas tienen carné que les autoriza su trabajo, pues cada tres meses deben realizarse pruebas de sangre y otros exámenes preventivos. Sin embargo, aún hay trabajadoras sexuales que no cuentan con el carné ni se realizan los exámenes médicos correspondientes.

La vida se torna difícil, en diferentes situaciones dramática. Nadie sabe lo que le espera. Vivir una vida no deseada es como no vivirla.

 

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