Marco Tello Espinoza, doctor en la especialidad de Filología por la Universidad de Cuenca, profesor secundario y universitario, ex Decano de la Facultad de Filosofía de la UDA, investigador de temas literarios, autor de varios libros de su especialidad y periodista de permanente actividad desde la juventud, es autor de Cuenca: Dos Siglos de Poesía. Una mirada Crítica, sobre el quehacer poético de Cuenca desde el siglo XVIII hasta hoy. En entrevista para AVANCE, nos habla de su obra.

¿Qué motivaciones le han llevado a componer esta voluminosa obra?
En 2004, salió a la luz el libro El Patrimonio Lírico de Cuenca, con el sello editorial de la Universidad de Cuenca y de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo el Azuay. Fue mi tesis doctoral en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la mencionada casa de estudios, en la especialidad de Filología. La acogida, para mí inesperada, me llevó a pensar en otra edición, revisada y ampliada. Alentado por mis hijos, aproveché el encierro a que ha obligado la pandemia para emprender en tal proyecto. El libro Cuenca: Dos Siglos de Poesía. Una mirada Crítica, editado por la Municipalidad de Cuenca, su Dirección General de Cultura y la Universidad del Azuay, es la plasmación de aquel anhelo, ciertamente desmesurado.

¿Es que no se siente satisfecho por la culminación de su propósito?
Es frecuente que los autores no estén del todo contentos con el resultado de su quehacer intelectual, de suyo perfectible; sin embargo, mucho me alegra ver cumplido el deseo de ser útil a la comunidad, en la medida de mis posibilidades. Además, me resulta gratificante que las instituciones patrocinadoras de la publicación se hayan esmerado en el diseño, en el formato en general, decoroso, digno de la ciudad. Debo agradecer la eficiente y entusiasta colaboración de la juventud que coordina la actividad editorial en dichas entidades a fin de alcanzar ese objetivo. Espero que el libro satisfaga al lector interesado, que sabrá dispensar errores o imperfecciones en la forma o en el contenido. Tengo plena conciencia de que una de las limitaciones proviene de haber asumido por cuenta propia una labor de paciente búsqueda documental que habría necesitado de un trabajo en equipo.

¿Podría resumir las líneas esenciales?
El volumen ofrece una revisión de la lírica cuencana desde el siglo XVIII hasta el siglo XX. La poesía es uno de los elementos integrantes de la literatura. A su vez, la literatura forma parte del fenómeno cultural que viene a ser un componente de la superestructura de una sociedad; por tanto, no he podido eludir la indagación de los aspectos significativos que conforman la base estructural en cada período, pero sin ahondar en las condiciones ni en los medios de producción ni en su propiedad. Tal investigación está fuera de mi alcance y, sobre todo, de mi preocupación fundamental, que apunta hacia el análisis del poema como un hecho del lenguaje cuyo fin último no es comunicar sino obrar estéticamente sobre la inteligencia y la emoción. En tal sentido, me he impuesto un acercamiento crítico, es decir, basado primordialmente en la forma. En cuanto a la organización, después de la breve Introducción, que orienta y justifica las razones que llevaron a elaborar la propuesta, el libro pasa revista a las generaciones que se han sucedido en Cuenca a partir del siglo XVIII, como ya dije. Mi afán ha consistido en descubrir el modo en que se han ido transformando en canto lírico las visiones sucesivas del mundo, de la vida, y respondiendo al compromiso de cada promoción con el lenguaje, la sociedad y el impulso vital de las cosmovisiones precedentes.

 Testimonio de la trayectoria docente entregada a la Universidad del Azuay, durante largos años de su vida.

En este punto, convendría que nos precise lo que hemos de entender por generación
El concepto de generación fue fijado por José Ortega y Gasset para la cultura europea en el libro En torno a Galileo, y aplicado por José Juan Arrom para su Esquema Generacional de las Letras Hispanoamericanas. Es el procedimiento que he adoptado para este trabajo, dividiendo cada generación en las dos vertientes de quince años que la integran. Según Ortega, una generación se ubica en un período de la historia de treinta años. Coexisten en ella tres edades diferentes: juventud (los primeros 30 años de vida: aprendizaje, formación), iniciación (de los 30 a los 45 años: asimilación de lo aprendido y tensión frente a quienes están entre los 45 y 60 años y dominan la escena; madurez (de 45 a 60 años: instalación en el mundo que se han creado en la etapa anterior, y legado que proponen a la generación siguiente).

El período de treinta años corresponde a un tiempo cronológico en el que convergen tres tiempos vitales diferentes, el primero en la etapa de formación, el segundo en la de gestación, el tercero en la de gestión. Pertenecen a una misma generación los nacidos en una determinada zona de fechas, que son contemporáneos, no coetáneos. Pero cada generación está relacionada de algún modo con la anterior y con la posterior. Comprobemos sobre el esquema del libro la manera en que se eslabonan –no se suceden ni se oponen- las generaciones.

Tomemos como ejemplo la generación de 1954. Vemos que pertenecen a ella los cuencanos nacidos entre 1924 y 1953, distribuidos en dos vertientes (1924-1938, la primera; 1939-1953, la segunda). Mientras la generación de 1954 nacía, los de la generación anterior (1924) andaban por la gestación y la gestión. Si ahora nos trasladamos a la siguiente generación (1984), vemos que sus dos vertientes nacían cuando los dos grupos de 1954 se hallaban en la gestación; asimismo, advertimos que la primera vertiente de 1984 ya alcanzaba la gestación cuando la de 1954 estaba en la gestión, en tanto que la segunda vertiente de aquella permanecía en la etapa de formación.

Varios personajes nos vienen al encuentro, como en una escena cinematográfica, por este entramado de tres generaciones que confluyen en un segmento temporal de la historia; entre ellos, los difuntos: Efraín Jara Idrovo, César Andrade y Cordero, Remigio Romero y Cordero, Rigoberto Cordero y León y su hermana María Ramona, Arturo Cuesta Heredia, César Dávila Andrade; y también los vivos: Jorge Dávila Vázquez, Sara Vanégas, Cristóbal Zapata, María de los Ángeles Martínez. Sin embargo, es probable que, en ciertos casos, los límites tiendan a difuminarse por la prolongación de las expectativas de vida o por la sensación de simultaneidad que han creado las tecnologías de la globalización.

¿De dónde proviene su afición por los temas ligados al arte literario?
La afición a la lectura y la escritura proviene talvez de la edad escolar, cuando mi padre, un abnegado maestro de escuela, se ocupó de enseñármelo. Lo hizo tan bien que nunca he podido olvidarlo. Trabajaba en el área rural y la familia iba con él al pueblo a donde lo destinaran, y allá iban también sus paquetes de libros, a caballo, en ese entones. Recuerdo un libro en particular, la biografía de San Juan Bosco, escrita por Gustavo Martínez Subiría, más conocido por el pseudónimo de Hugo Wast. Traía episodios comparables a los que más tarde vendrían en el llamado realismo mágico.

¿Recuerda alguno de ellos?
Fíjese usted; el santo iba por los barrios obreros de Turín atrayendo a los muchachos desamparados hacia su oratorio, a fin de que estudiaran y aprendieran un oficio. Pero como Turín era una ciudad industrial, empresarios y vecinos estaban seguramente atemorizados por la amenaza de Marx y Engels, lanzada en1848, de que el fantasma del comunismo recorría Europa. Es probable que un cura preocupado por los hijos de la clase proletaria, fuera identificado con aquel terrible fantasma. Lo cierto es que cada vez que el santo era asaltado, salía Gris del fondo de la noche. Gris, un enorme perro pastor, ponía en fuga a los agresores; lo protegió durante más de diez años y nunca se llegó a saber de quién era, de dónde venía ni a dónde regresaba. Cuando alguien le ofrecía algo de comer, Gris movía la cola y desaparecía. Después, ya en la adolescencia, leí otra biografía del santo, más voluminosa, escrita esta vez por el cardenal Lemoine, quien había sido uno de los muchachitos acogidos en el oratorio de Don Bosco. El método pedagógico del fundador de los salesianos siempre me ha parecido tan admirable y eficaz como el del pedagogo soviético Antón Makarenko, nacido justamente el año en que el santo moría.

Hablaba usted de su afición por la escritura...
En el Colegio “Benigno Malo” tuve muy buenos maestros, entre ellos el doctor Efraín Jara Idrovo, quien sería también mi profesor en la Universidad y me inclinaría a tomar con seriedad esa afición, especialmente en el ámbito de la investigación literaria. Por supuesto, en la Universidad fui alumno de otros sabios maestros: Francisco Álvarez González, Gabriel Cevallos García, Silvino González Fontaneda. Sus registros de voz aún corren grabados en algún círculo del cerebro.

Pero mucho antes, en los cursos superiores del “Benigno Malo”, integré el cuerpo de redacción de la revista El Estudiante, dirigida por Mario Jaramillo Paredes y Eugenio Fernández Vintimilla y editada en los talleres gráficos del establecimiento. La publicación era bien recibida por el estudiantado de los colegios de la ciudad. Yo figuraba allí como jefe de redacción. Pero lo significativo para mí fue que aproveché la oportunidad para frecuentar los talleres gráficos del colegio, interesado en aprender y practicar la tipografía, guiado por el regente de la imprenta, don Carlos Ordóñez. Este contacto inesperado con las letras de molde me sirvió, luego del bachillerato, para trabajar un par de años como tipógrafo en una de las imprentas de la ciudad y, probablemente, para triunfar, después, en el concurso convocado para dirigir la editorial de la Casa de la Cultura.

Antes, en la década de 1960, fui llamado a hacerme cargo de la redacción en radio Ondas Azuayas y, casi simultáneamente, a escribir en el entonces bisemanario El Tiempo que luego se transformó en diario. Mantuve en ese periódico una columna durante varios años, pero hasta ahora no logro entender qué hacía yo allí, a los 22 años, en medio de tan venerables personajes: Manuel María Muñoz Cueva, Hugo Ordóñez Espinosa, Juan Viteri Durand, Saúl T. Mora, entre otros, con quienes, además de la vecindad en la columna, entablé buena amistad. Los recuerdo quizás por ser el único sobreviviente de ese grupo, en aquellos años dorados. Poco después, asumí una columna en la revista Avance, y también se me asignó la dirección de la revista Coloquio de la Universidad del Azuay.

La Facultad de Filosofía de la Universidad de Cuenca me dotó de los conocimientos y destrezas necesarios para ejercer la docencia. Laboré en la Universidad del Azuay y en el Colegio “Benigno Malo”, en el área de lenguaje y de literatura, hasta la hora crepuscular de la jubilación. Sumado a la experiencia, ese acopio de conocimientos y destrezas me ayudó a preparar y publicar un par de textos pedagógicos sobre la enseñanza del idioma y sobre la apreciación crítica del fenómeno literario, como el libro que va a presentarse en los próximos días.

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