Por Marco Tello

Marco Tello

Siempre nos estremecieron esas efigies de cuerpos sangrantes, así como la costumbre de repetir mil veces las mismas frases que, en nuestra corta edad, cautivaban privadas de sentido, pues cada inflexión de voz borraba las ideas y anulaba las preguntas. Habría sido mejor que siguiéramos venerando a las piedras, puesto que ellas no eran capaces de sufrir ni de ser representadas


Liberado del lastre corporal, tu otro Yo se eleva a la lumbre de las velas. Vaho soy ahora de tu sueño en esta nueva dimensión, indiferente al golpe cercano de las palas que ahondan en la tierra prometida el hoyo para el descanso eterno. Aquí, adentro, se humedece el silencio de la noche con un lamento remedado por la obstinación de una mosca.

Los bultos que salen de la vaguedad cobran forma al trasponer la entrada, cual si la gente expulsada del mural pugnara por refugiarse en el recinto. Quien se abre paso enarbolando la curva del bastón con severa dignidad, es el abuelo:

-Anda, Manuel Gobino, anda, ahora que… -lo ha mentado sin decirlo del todo, porque la súbita impresión desborda la morosidad de las palabras; pero lo ha pensado del todo, guiado por la lumbre.
Hacia el fondo, los rostros se encienden bajo la oscilación perezosa de una lámpara. Inmóvil en el asiento, un hombre lanza en esta dirección los ojos empozados. Se trata del artesano que fugó del pueblo antes de que apareciera el cuerpo de la joven cuyo espíritu ronda desde entonces en busca de sus prendas. Capturado en la capital, fue llevado al sanatorio. Cuando recobró la razón, hizo méritos y ascendió al puesto de loquero que lo desempeñó hasta finales de los años noventa, cuando fue despedido por dejar que los locos escaparan del manicomio y entraran a la carrera en el palacio de gobierno.

Tres damas se encaminan hacia el túmulo, protegiendo a discretos empellones el ramo de claveles que una de ellas aprieta contra el pecho; el arreglo de rosas que la otra mujer oprime junto a la tarjeta blanca de bordes enlutados. La tercera sostiene en el aire unas corolas somnolientas sobre un aro de ciprés cuyo aroma incorruptible taladra los pulmones. De ella conservo el difuso recuerdo de haberla visto en su lecho de muerte. El pañuelo que le ceñía la mandíbula remataba en un enorme lazo bien anudado debajo del mentón para evitar (así creía yo) que prosiguiera hablando.

En grupo abigarrado, unas monjas se aproximan, repujadas en negro. Sostenida en la más joven, la superiora mira hacia acá, sonrojada,

 

como si contemplara de cerca un gran incendio. Lleva, igual que antes, las manos escondidas en las amplias bocamangas para burlar a la epidemia. Cierran el grupo tres novicias cantoras. Han detenido los labios en la abertura de las oes de los ora pro nobis, arqueando las cejas por encima de la nota más alta hasta orillar el filo de las cofias, sin percibir el recrujido de la puerta ni la ráfaga de aire fresco que dobla la llama de una vela.

Preside el ceremonial un antiguo crucifijo. La forma de inclinar la angulosa palidez para que las espinas caigan alborotadas fuera del madero, le permite al Salvador observar el reflejo lacerado de su rostro en el vidrio del ataúd donde también se mueve la sombra de unos pétalos. La imagen aviva atávicos temores. Habría sido preferible que fuera alzado en la cruz para que nos mire, no para que nosotros lo veamos, con la expresión de quien está seguro de que va a resucitar al tercer día, tal cual lo ha modelado el escultor. Siempre nos estremecieron esas efigies de heridas sangrantes, así como la costumbre de repetir mil veces las mismas frases que, en nuestra corta edad, cautivaban al hallarse privadas de sentido, pues cada inflexión de voz borraba las ideas y anulaba las preguntas. Habría sido mejor que siguiéramos venerando a las piedras, puesto que ellas no eran capaces de sufrir ni de ser representadas.

Aletargado por el olor a floripondio que ha traído el aire fresco, dejo de pensar y reparo en la muchacha que viene muy resuelta hacia nosotros. Oigo cómo se aproxima al catafalco, veo que mueve quedamente los labios y levanta el pabilo de la vela que lagrimea sobre la alfombra. Al retirarse, su apurado taconear impregna una señal de vida en la penumbra.

-Anda, Manuel Gobino, anda, ahora que estás muerto –prosigue la exhortación recién interrumpida del abuelo, quien se abre paso con severa dignidad. La sorprendente aparición desvanece el espejismo. A lo lejos, una hilera de camellos atraviesa por el ojo de una aguja. Sin embargo, nada es verosímil en esta dimensión, salvo el lento diluirnos, más allá de la irrealidad, en el océano de niebla del cual emergeremos nuevamente algún día.

 

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