Por Marco Tello E.

La casa posada La Rosa, en la parroquia azuaya San Gerardo, rodeada por un paisaje encantador, conserva en sus ambientes interiores vivencias ancestrales y reliquias de sus antiguos habitantes

San Gerardo es una parroquia perteneciente a San Fernando, cantón que se encuentra a media hora de Girón. Según informantes del lugar, antiguamente se conocía a esa zona parroquial con el nombre de Guagualpata, debido seguramente a la presencia de bosques de huahual, árbol maderable muy codiciado por su dureza y buena calidad, que en otros tiempos abundaba en la zona.
 
   De modo que si el visitante se aleja un cuarto de hora del centro cantonal de San Fernando, experimentará la sorpresa de hallarse en medio de un pueblo surgido de la nada, San Gerardo. Las casas de diseño moderno, relucientes; las calles adoquinadas, impecables, alternan con el verdor agreste del entorno guarnecido a lo lejos por la cordillera y circuido por una vegetación que todavía esconde algunas especies autóctonas.
 
   Pero la sorpresa del visitante será mucho mayor si se da tiempo y desciende unos minutos hacia el valle en donde está ubicada la hacienda El Cristal que a finales del siglo XVIII abarcaba no menos de quince mil hectáreas.
 
   Aquella extensión se halla ahora fragmentada en áreas menores, en una de las cuales se ha decidido mantener intactos los signos vivenciales de los antiguos dueños. En efecto, si se toma por un callejón bordeado de enormes cipreses cuyas copas se balancean para saludar a los viajeros, se llega a esta placentera heredad en cuyo centro está la casa posada La Rosa, de propiedad de Lucía Serrano Ullauri.
 

 
La propietaria del bien patrimonial, Lucía Serrano , acompañada de los visitantes Edgar Pesántez y Claudio Cordero
   Es un pequeño complejo de habitaciones que conserva dentro y fuera de la casa el espíritu ancestral. Las cubiertas de teja están ennegrecidas por el viento y la lluvia; las paredes y las puertas lucen pintadas artísticamente por Lucía con motivos vegetales del lugar. En el interior de los aposentos, se puede admirar el trazo y la disposición de los materiales según el gusto de los antecesores. La voluntad de preservar las líneas originales, encapsulando en cierta forma el tiempo y la historia familiar, contrasta con el aspecto adocenado que presenta el centro parroquial y también con el de otros emprendimientos turísticos cuyas modernas estructuras brindan comodidad al huésped, pero sin mitigar, miradas a la distancia, el resentimiento del paisaje.
 
    La preocupación por conservar la casa y por cuidar la vegetación exuberante que la rodea por todos los costados, ofrece al viajero la oportunidad de gozar a plenitud de los dones primigenios de la naturaleza. Concebida por la propietaria como un espacio cultural, la casa constituye el centro de operaciones desde donde Lucía Serrano controla las faenas del campo, pero siempre empeñada en recuperar la riqueza natural que caracterizaba a la zona, evitando que esta sea entregada a la voracidad del mercado inmobiliario. Fiel a su objetivo, ella ha logrado conservar en la vivienda la atmósfera tradicional, rescatando los signos alrededor de los cuales transcurría la vida en las vastas heredades rurales: las herramientas, el adobe, los arreos; pero también las vajillas importadas y los relojes. Piezas de fina porcelana abrigan las paredes y engalanan el ambiente tanto como el horno de leña, las lámparas y las estufas. Los metates frente a los cuales las mujeres de la casa molían arrodilladas los granos que producía la hacienda se avienen con las antiguas máquinas hogareñas; en los corredores despiertan de su abandono los instrumentos de labranza y los fragmentos de un barco inmemorial.
 
Un escenario campestre lleno de colorido y de vida.
    Tal es el ambiente en que Lucía trabaja con entusiasmo para rescatar la flora y la fauna del lugar, especies en grave peligro de extinguirse debido a la incontenible devastación del hábitat. Las gallinas picotean libremente en los matorrales y los gansos nadan a su placer en el estanque, pero atentos siempre al peligro que entraña la presencia del raposo y del chucurillo que han empezado a merodear también libremente por esas tierras. La yamala, una gacela de vara y media de longitud, asoma de vez en cuando con sus grandes ojos verdes en un claro del bosque. Entre las aves, hay variedad de colibríes que baten las alas alrededor del visitante, atraídos por el aroma de los jarabes que Lucía ha dispuesto estratégicamente en los rosales.
 
   Tampoco faltan los azulejos, pájaros así llamados por su bello talante: el plumaje celeste, las alas bien azules, la cabeza rodeada de un collar oscuro. Algún excursionista afortunado podría capturar en la cámara un vencejo, pájaro que con su plumaje negro de destellos azulados desafía los abismos y se lanza sobre algún remanso del río Cristal o del río Falso que serpentean por el lugar.
 
La pasión con que Lucía ha asumido en forma persistente y silenciosa este proyecto cultural entusiasma a los visitantes que se despiden complacidos porque han disfrutado a plenitud de la generosa hospitalidad de la anfitriona y de los dones que ofrece a los cinco sentidos este diminuto paraíso natural enclavado entre las ondulaciones de la cordillera andina.
 
   La vivienda, por supuesto, no es una casa cualquiera reconstruida al capricho por la actual propietaria; la heredad está llena de historia, pues formaba parte de la hacienda que perteneció a un aguerrido comandante de las tropas de Alfaro.
 
-¿Quién es? –preguntamos, señalando el retrato del apuesto militar que preside en una de las salas.
 
-Es mi bisabuelo, el coronel Gabriel Arsenio Ullauri –responde Lucía entusiasmada.
 
   Con mucho amor se guardan también allí otros recuerdos del valeroso combatiente liberal; entre ellos, sus libros y sus armas.
Por un estrecho corredor se accede al aposento donde el sol del atardecer enciende la armazón de bronce en la cama en que hallaba reposo el heroico bisabuelo.
 

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