Por Marco Tello

Marco Tello Respiraba conforme le habían enseñado en la escuela para aliviar la desazón: inflar el pecho, no el estómago; aspirar por la nariz y luego espirar lentamente por la boca abocinada, en la forma en que en la infancia había visto a los ganados emitir un sonido prolongado, lúgubre, cual si ensayaran a pronunciar la “u” francesa

Después de correr las cortinas, Don Manuel dio un paso atrás, sin dejar de mirar por la ventana: las colinas recortaban a la distancia el horizonte, y el sol pincelaba los tejados. El aire diáfano le recordó las palabras del abuelo cuando coronaban juntos una elevación. El niño de entonces pensaba que desde allí le bastaría alzar las manos para tocar el cielo.
 
-No, hijo; el cielo está demasiado lejos. Debes pedirle a Dios una larga vida para que puedas alcanzarlo.
 
Don Manuel se sentía alegre, al borde de la euforia, por hallarse vivo. Había llegado al mundo el 24 de diciembre de 1927, a la medianoche, ahorrando a sus padres la discusión sobre el nombre que le dieron. No cabía duda: el espectáculo matinal y la sombra lejana del abuelo anunciaban el feliz cumpleaños.
 
No se sabe cuánto tiempo permaneció allí, encorvado, con los ojos clavados en el cielo azul, en actitud de asombro o quizá de desafío, hasta que una voz familiar lo sustrajo de la irrealidad:
-Ya es hora.
 
Era la vieja ama de llaves, envuelta en su atuendo de fantasma. Se refería al desayuno, pues ella observaba estrictamente el horario familiar desde mucho antes que don Manuel se quedara solo, un tanto empequeñecido y estropeado.
 
Caminaron hacia el comedor, ella detrás de él. La mujer miró furtivamente el reloj y luego movió la cabeza como si negara: eran las ocho y treinta y cinco de la mañana.
 
El desayuno estaba listo, sustancioso y frugal: jugo de naranja, miel, rodajas de pan integral y café. Moderado fue asimismo el almuerzo, horas después, ya que el ama debía pensar en la cena de cumpleaños. Pero la sobriedad no era óbice para que el dueño de casa hiciera la siesta y roncara a su placer. Sin embargo, al cabo de media hora se despertó angustiado por una fuerte sensación de fatiga, aunque no pudo incorporarse porque le daba vueltas la cabeza. Preocupado, temeroso, consultó el reloj y comprobó que eran las tres en punto de la tarde.
 
 
Como si las agujas del reloj se hubieran detenido en esa hora de la tarde, él respiraba conforme le habían enseñado en la escuela para aliviar la desazón: inflar el pecho, no el estómago; aspirar por la nariz y luego espirar lentamente por la boca abocinada, así, en la forma en que en la infancia había visto a los ganados emitir un sonido prolongado, lúgubre, cual si ensayaran a pronunciar la “u” francesa. Y le pareció descubrir en algún surco abandonado del cerebro la oración que el abuelo le puso en la niñez a flor de labios, y a la cual atribuía ahora su propia longevidad, puesto que faltaba muy poco para que el niño de entonces cumpliera ochenta y siete años:
 
-Señor –rezó-, no dejes que me muera antes de que me llegue la hora.
 
La tarde habría transcurrido sin sobresalto si el señor Gobino hubiera reprimido la obsesión de consultar el reloj como si este no marcara para él las horas, sino la raya casi visible entre la vida y la muerte. Desde la fecha de su retiro, había empezado a considerar el reloj como la exacta representación del tiempo; es decir, como la imagen real de algo a lo cual acogerse en momentos de aflicción: -(“Oh, reloj, ten piedad de nosotros”) -pensó.
 
Sumido en estas cavilaciones, se entretuvo hasta el anochecer; esto es, hasta la hora en que llegaron las hijas, los hijos, las nueras, los yernos, cada cual con su tropa bullanguera. Vinieron enseguida los saludos, los brindis, los abrazos; alternaron las copas de vino y los regalos. Todo iba a pedir de boca hasta que alguien relató una historia tan festiva que les hizo estallar en carcajadas; pero era poco gracioso que don Manuel siguiera riéndose en forma convulsiva aun después que los demás se habían sosegado. Quiso ver el reloj, pero un acceso de tos se lo impidió, de modo que se despedía del mundo sin saber a ciencia cierta si se estaba muriendo antes de que le llegue la hora. Eran las once de la noche y, a juzgar por el ruido que hacían los cubiertos, la cena estaba lista. Pero don Manuel Gobino tampoco alcanzó a oír, en medio de la agonía, la voz familiar de la vieja ama de llaves que, ajena a cuanto acontecía, irrumpió en escena:
-Ya es hora –dijo.

 

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