Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

¿Por qué somos más caritativos con los animales que con las personas?: Cuando un perro está en una situación desesperada y sabemos que va a morir en medio de dolores y ataques infernales, lo llevamos a una veterinaria y le ponemos una inyección letal en un último gesto de cariño

   
   

 

¡Qué triste juego del azar es el de la vida humana en el que predominan el dolor y el sufrimiento, en tanto que la felicidad es un estado ciertamente excepcional que nos lleva a preguntar, ¿cómo se justifica Dios ante el sufrimiento? Puntuales o impuntuales, vivimos de acuerdo con los horarios de la vida a la espera de esa enemiga final e inevitable que es la muerte.

Cuando hemos estado a los pies de la cama de una persona amada o de un amigo que agoniza, día tras día, que sufre por la enfermedad tan prolongada, con los espasmos, los ahogos, la irritación en la piel y la debilidad permanente, y vemos ese deterioro progresivo que lo va convirtiendo en otro ser, en otra persona distinta de la que conocíamos, nos preguntamos con rebeldía por qué la medicina no contempla para ciertos casos especiales la posibilidad de una muerte rápida y sin dolores atroces. En casos así, terminales, donde el paciente no tiene retorno y donde se sabe que sus últimos días serán un infierno, debería permitirse la muerte asistida.

Muchas veces nos preguntamos por qué somos más caritativos y bondadosos con los animales que con las personas. Cuando un perro está en una situación desesperada y sabemos que va a morir en medio de dolores y ataques infernales, lo llevamos a una veterinaria y le ponemos una inyección en un último gesto de cariño.

Entonces, si entendemos esto con facilidad en el caso de un animal, ¿porqué cuando se trata de personas empieza a funcionar toda una maquinaria de dudoso humanismo y moralidad mal entendida?. Conozco de memoria los argumentos de médicos y sacerdotes: que la vida la da Dios y solo Él puede suprimirla, que es sagrada, que no se estudia medicina para matar sino para salvar.

Pero lo que no parecen comprender es que estar tirado en una cama,

 

 

atravesado por dolores en todo el cuerpo, lleno de llagas, con la piel pegada a los huesos, sin poder hablar ni ver la luz del sol, conectado al oxígeno y con agujas metidas todo el tiempo en las venas de los brazos y del cuello, no es otra cosa que defender el sufrimiento, la pena, la mortificación, el martirio y la tortura, sentimientos que se traslada a su familia, que muchas veces no tiene ni las condiciones económicas ni emocionales para afrontarlas.

Por eso entiendo que un vitalista como Hemingway, al final de sus días, enfermo y aniquilado por tratamientos psiquiátricos inhumanos, haya sacado su escopeta y se haya volado la cabeza en 1961. Por eso comprendo la actitud suprema de todos quienes toman decisiones sobre su propia vida al evitar que se prolongue por medios artificiales y a decidir su muerte digna. Pero ¿podemos amar a un cuerpo envejecido o desfigurado por la enfermedad? Es muy difícil, aunque no enteramente imposible. Además, es claro que podemos seguir amando a esa persona, a pesar de la erosión o estragos de la enfermedad. En esos casos, el amor se transforma y se convierte no en piedad sino en compasión, en el sentido de compartir y participar en el sufrimiento del otro.

No menos triste que ver envejecer y morir a la persona que amamos, es descubrir que ha dejado de querernos al estar sometida con el sudor de su cuerpo al dolor y a la muerte. Nadie quiere ver a los seres íntimos sufriendo en medio de humillantes situaciones, por el contrario, desea recordarlo vital e íntegro, sabiendo que partió dignamente.

Mas y ante la imposibilidad de una muerte asistida, la sociedad actual ha de saber conllevar los dolores físico y psíquico, que son innatos a nuestra naturaleza humana y mortal. Entendemos perfectamente que la depresión, la ansiedad, los miedos… nos han de acompañar a lo largo de la existencia, mal que nos pese.

 

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