El terremoto y sus consecuencias conmocionaron al Ecuador en la segunda quincena de abril. Por sobre las estadísticas letales, los traumas sicológicos y las pérdidas materiales, las secuelas del fenómeno permanecerán mucho tiempo en la vida de las provincias de Manabí, Esmeraldas y sus habitantes.

   Es un tema sobre el cual aún no puede dejarse de hablar. Fue una prueba en la que el pueblo ecuatoriano demostró una sensibilidad humana singular, por sobre las diferencias geográficas, políticas y de cualquier índole: la tragedia unió a los ciudadanos de todas las edades y de todas las regiones bajo una sola causa: ayudar a los damnificados. También la presencia internacional es digna de destacarse como una evidencia de que los habitantes del planeta no estamos solos frente a las emergencias con las que castiga con sus designios la naturaleza.

    El Gobierno nacional, en su último año de gestión, tiene el enorme reto de emprender la reconstrucción de los pueblos golpeados por la tragedia. Ante la imposibilidad de remediar por completo todos sus males, una gestión planificada y responsable, fruto de la solidaridad y al margen de la política, permitirá atenuar los efectos de la desgracia de compatriotas que estuvieron en el epicentro del fenómeno telúrico.

   El terremoto ha de dejar experiencias que no se deberán rehuir en el futuro. El país tiene que estar preparado, con las reservas económicas suficientes, para afrontar situaciones emergentes de esta índole. También, preparado para actuar con responsabilidad y honradez, para que los aportes provenientes del pueblo y de instituciones públicas y privadas nacionales y extranjeras, tengan buen uso debidamente vigilado para evitar desviaciones que sí han ocurrido en situaciones parecidas.
 

 

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