Por Yolanda Reinoso

 

De entre las esculturas más grandes y, por lo mismo, vistosas, se hallan las representaciones de edificios propios de la cultura china, incluyendo templos, palacios, murallas, puentes, generalmente adornados con las típicas lámparas rojas colgantes que son parte de la tradición más folclórica del país

 

Un piano para tocar con los pies

Como cada año, la ciudad de Harbin en China es el escenario del Festival del Hielo, que se inicia en enero y concluye a fines de febrero. Harbin es la capital de la provincia de Heilongjiang, situada al noreste del país, y dada su ubicación nórdica muy cercana a Rusia, tiene unos inviernos que sólo de pensarlos le erizan la piel hasta a quienes ya hemos experimentado inviernos de temperaturas congelantes. Para dar una idea, la noche en que visitamos el festival el termómetro municipal marcaba 21 grados por debajo de cero en centígrados. Sin embargo, la temperatura puede llegar a descender hasta 35 grados bajo cero. Por muy bien ataviada que acuda la gente, los negocios ubicados bajo carpas con calefactores son frecuentados cada quince o veinte minutos según la capacidad para aguantar ese frío. En realidad, sólo los tigres siberianos que se hallan en la zona pueden adaptarse a este crudo invierno.

Pese al frío, no cabe duda de que el esfuerzo es harto recompensado por el arte que a uno le rodea durante el recorrido. En nuestro caso, escogimos la exhibición en el parque Zhaolín aunque hay muchas más explanadas con esculturas en varios puntos de la ciudad. Armados con cincel, motosierras y otras herramientas para cortar a través del hielo, artistas chinos y del resto del mundo han esculpido verdaderas obras estéticas. Lo interesante de visitar el festival por la noche es la iluminación a colores que le da a las esculturas un aspecto no sólo más vivo en contraste con el frío blanco del día, sino también una impresión de calor, aunque ello no pase de ser una falsa impresión.

 Yolanda Reinoso posa sobre una carroza de hielo y abajo con su esposo bajo la estructura de un portal.

De entre las esculturas más grandes y, por lo mismo, vistosas, se hallan las representaciones de edificios propios de la cultura china, incluyendo templos, palacios, murallas, puentes, generalmente adornados con las típicas lámparas rojas colgantes que son parte de la tradición más folclórica del país. Debido a la presencia internacional de artistas, no faltan tampoco iconos arquitectónicos de otros países, como la esfinge de Egipto o la casa de la ópera de Australia. La colección de esculturas en forma de animales se dispone estratégicamente en hileras dedicadas sólo a ese tema, de manera que durante el recorrido uno se halla con sorpresas cautivantes. Hay caballos solos o tirando de un carruaje, patos, cisnes, delfines, peces, felinos, etc. Aparte de la admiración visual que cada trabajo infunde, está el atractivo de que muchas esculturas están diseñadas para que el espectador pueda sentarse en ellas o posar de pie para una foto.

El detalle que caracteriza a cada escultura debe resaltarse porque es prueba del cuidado y aplicación que han puesto los artistas en su trabajo. Por ejemplo, si un templo tiene una forma definida, no es solamente el perfil arquitectónico lo que le hace identificable, sino el detalle en su fachada, con líneas que denotan el material del que está recubierta, así como con caracteres que seguramente hacen alusión a la fe que se practica en el templo. Igualmente, a los animales no les falta el detalle del pelaje, o los ojos, esculpidos con cuidado a fin de que la escultura no sea sólo una forma sin retocar.

Una de las esculturas más ingeniosas y, seguramente, más trabajosas, es la de un piano que resalta de entre otros instrumentos musicales porque sus teclas están esculpidas en el suelo a fin de que la gente pueda pisarlas, emitiendo los sonidos propios de cada nota musical. Con suerte, pasa por allí alguien que sepa tocar este instrumento y se aventura a entonar una melodía completa gracias a su conocimiento de las teclas.

Aunque este festival de esculturas no sea único en el mundo, es ciertamente uno de los más sonados por el número de trabajos que cada año rompen record mundiales para posicionarse en una página del famoso libro Guinness. Sin embargo, más allá de este dato de interés general, lo admirable del festival son dos cosas. Primero, que el frío extremo no impide que artistas y público se congreguen para disfrutar de un espectáculo sin igual. Segundo, la ciudad ha sabido usar las inclemencias naturales a su favor porque el festival atrae gran número de gente y, con ello, la economía urbana se activa en una estación nada fácil. A esta iniciativa tan ingeniosa se suma el hecho de que el festival nos enseña que hasta las condiciones más duras pueden usarse en bien de toda una comunidad. Para hacer buen uso de climas extremos, hace falta gente que piense como Albert Camus cuando afirmó “en medio del invierno, finalmente aprendí que había en mí un verano invencible”.

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