Por Marco Tello

Marco Tello
Desconocemos si 
Borges confesó el motivo por el cual abjuró de un texto publicado en julio de 1926, con el sello de Editorial Proa, y que empezaba así: “A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa”. Propugnaba un criollismo que sin dejar de ser argentino fuera universal

El pasado 14 de junio, la Argentina rindió homenaje a Jorge Luis Borges al cumplirse treinta años de su muerte. Con tal motivo, vale recordar que poco antes de fallecer mantuvo un ciclo de conversaciones con Osvaldo Ferrari, radiodifundidas en una serie de audiciones semanales a través de Radio Municipal de Buenos Aires.
 
   Siete años después, Seix Barral entregó una selección de sesenta de aquellas audiciones, en las cuales Ferrari se muestra muy digno de ser el interlocutor que habría preferido Borges para dialogar, a los ochenta y cinco años de edad, consigo mismo, con el universo y la cultura sobre el tiempo, la muerte, el destino, la idea de Dios, la poesía. Es quizá el testimonio final de la lucidez con que el escritor argentino siempre nos ha maravillado. Aquellos diálogos conservan frescura y actualidad; cautivan por la amena sencillez y la desbordante erudición; pero, sobre todo, por la sabiduría convertida en transparencia existencial. El estilo era al parecer el mismo, reposado, medido, cauteloso, de cuando Borges escribía a los veinte y tantos años, igual que a los ochenta; de cuando veía y de cuando ya no veía.
 
   En una de las últimas conversaciones de la serie, gira el diálogo alrededor de la poesía de Góngora. Retoma para su propósito la idea expuesta sesenta años atrás sobre qué es la poesía y reafirma la duda acerca de la idoneidad del lenguaje como instrumento de expresión poética, ya que su rigidez inmoviliza al mundo cambiante. Vuelve entonces a sugerir los procedimientos que en su juventud había imaginado para renovar y enriquecer el lenguaje creando otras palabras y otras combinaciones eficaces que expresen la mágica e infinita abundancia de las percepciones.    
 
   El sustantivo es una mera abreviación de la realidad, y el adjetivo ha de batallar entre la mesura y la desmesura, había pensado. El idioma apenas está bosquejado –advertía-, y es obligación del escritor multiplicarlo y variarlo. Al referirse ahora a Góngora, sostiene que conforme pasa el tiempo se tiende a sentir las cosas de manera diferente a la que sintió el autor, puesto que el lenguaje cambia y los textos están para ser renovados por cada lector. Las mejores poesías de Góngora, dice con 
 
ironía, no son las más culteranas y gongorinas, y algunos de sus versos podrían ser recitados como los mejores de Quevedo si no los hubiera escrito Góngora.
 
   Sesenta años antes de aquella rueda de conversaciones, el escritor se hallaba aún animado por el fervor ultraísta con que había regresado de España en 1921, que detestaba los ismos, en especial el modernismo, y postulaba la metáfora como sustento de lo lírico. En medio de ese entusiasmo compuso una serie de ensayos que los recogió en un libro cuya existencia se hundió en el misterio: EL TAMAÑO DE MI ESPERANZA. El propio autor aseguraba que aquella obra nunca fue escrita. En la reedición por Seix Barral (1994), María Kodama supone que el tratamiento del tema de los neologismos o de las palabras criollas habría provocado el rechazo.
 
   Sin embargo, desconocemos si Borges confesó el motivo por el cual abjuró de un texto efectivamente publicado en julio de 1926, con el sello de Editorial Proa, y que empezaba así: “A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa”. Propugnaba un criollismo que sin dejar de ser argentino fuera universal. En una época en que tanto se insistía en el color local, él propone averiguar primero qué es lo nacional, trayendo a colación las coplas criollas. Y concluye: “…todavía queremos y padecemos en español, pero en criollo sabemos alegrarnos y hombrear... el espíritu criollo puede añadirle al mundo una alegría…”
 
   Pronto dejó de ser aquella aspiración juvenil una utopía porque el sueño se hizo realidad y advino un nuevo mundo percibido por los hispanoamericanos y universalizado a través del mismo Borges, de Lezama Lima, Alejo Carpentier y Juan Rulfo; de Vargas Llosa y Gabriel García Márquez; y, más cerca de nosotros, si se desea proseguir, por Ángel Felicísimo Rojas, Dávila Andrade, Valdano, Eliecer Cárdenas, Jorge Dávila Vásquez.
 
   A los treinta años de su muerte, resulta enriquecedor regresar sobre estas páginas. A los noventa años de publicadas, siguen vislumbrando el tamaño del porvenir que, como anhelaba el propio Borges, resultó ser más amplio que el tamaño de su esperanza.

 

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