La prensa es independiente, pero con una libertad sujeta a una velada dependencia porque tiene que vivir de anuncios comerciales. En efecto, concede mayor espacio a las apuestas, a los remedios fraudulentos y a los cosméticos que a los problemas de la guerra
 
Los bombardeos parecen inminentes. Por la radio se difunden los horrores cometidos por las tropas en los países ocupados. Los estratos altos de la sociedad británica se muestran nerviosos, pero la clase popular está presa del terror. Graficaba la situación el “Daily Telegraph” informando que las casas londinenses se hallaban desiertas y que casi toda la gente tenía que convivir con sus cocineros en los hoteles.
 
   Con la autoridad de quien había luchado junto a las tropas republicanas en la guerra civil española, en defensa de la justicia social, Eric Blair comenta en su “Diario de guerra” que la expresión “toda la gente” se refería al uno por ciento de los londinenses, como si para el periódico el 99% de la población no existiera.
 
   Páginas adelante, sostiene que a los clanes gobernantes y empresariales solo les preocupaba defender sus intereses financieros y todavía no acertaban a saber si el mal menor sería aliarse con la Alemania de Hitler o con la Rusia de Stalin. La Iglesia tampoco lo sabía, pero prefería estrechar relaciones diplomáticas con los países del Eje. En medio de la incertidumbre, variaban por igual, de la noche a la mañana, los odios y las simpatías en la militancia política de izquierda y de derecha.
 
   Cuenta que bajo los bombardeos los trabajadores se hallaban más asustados que la gente de clase media. Llevado por su misión periodística, recorre los barrios y nota que los obreros ponían mayor atención a las transmisiones radiales si el discurso era popular. Eileen, su esposa, formula entonces una observación de incuestionable actualidad: a la gente con menos educación le llega el discurso en lenguaje solemne, que en realidad no entiende, pero le impresiona.
 
   Blair cree que en el manejo de la situación, a comienzos de los años cuarenta, ocurría algo similar a lo que había observado en la guerra civil española, cuando la política inglesa no había previsto lo nefasto que resultaría para Inglaterra el permitir que Hitler y Mussolini impusieran a Franco. Ahora España simulaba ser probritánica e importaba grandes cantidades de petróleo, pero pronto se la verá del lado alemán, afirma con el don profético que ya caracterizaba al escritor.
 
    Los periódicos eran controlados por un gobierno que permanecía asimismo a la expectativa, renuente a autorizar la información sobre la gravedad de los acontecimientos. Nunca se informó, por ejemplo, que habiéndose decidido que el trabajo en los muelles no fuera suspendido hubiera o no bombardeos, los restos de los hombres que trabajaban en la bodega de un barco tuvieron que ser recogidos en baldes luego de un bombardeo, lo que provocó una huelga laboral que obligó a las autoridades a permitir que los obreros volvieran a acogerse a los refugios. Había que acostumbrarse a dormir con el estallido de las bombas y los disparos de las armas antiaéreas. Esos sonidos, anota con ironía, actúan como soporíferos siempre y cuando sean distantes.
 
  Concede que uno de los aspectos horrorosos de la guerra es que la propaganda bélica, el grito, el odio y las mentiras provienen invariablemente de quienes no están peleando sino protegiendo sus intereses. Y observa que la prensa es independiente, pero con una libertad sujeta a una velada dependencia porque tiene que vivir de anuncios comerciales. En efecto, conceden mayor espacio a las apuestas, a los remedios fraudulentos y a los cosméticos que a los problemas de la guerra.
 
   Al cabo de setenta y cinco años, las páginas del Diario se leen como si sobre ellas no hubiera caído el polvo del tiempo, quizás porque tampoco ha cambiado el ser humano y el estado de guerra prevalece a pesar de tanta palabrería pacifista.
 
   Lo que le duele a Blair en esos años (1941, 1942) es sacrificar su vocación a la premura que impone al periodista el conflicto bélico, pues se ve obligado a escribir sus reseñas para la BBC directamente en la máquina, cosa que antes no hacía, pues redactaba por lo menos dos veces, y ciertos fragmentos hasta diez veces.
 
   Una crítica acerba contra las manipulaciones del poder domina en el “Diario de guerra”. Es la postura intelectual que ha consagrado mundialmente al escritor, mejor conocido por su seudónimo de George Orwell, sobre todo en las dos grandes profecías noveladas “Rebelión en la granja” (1945) y “1984” (1949), escritas cuando probablemente ya “florecían los azafranes y los alhelíes y era una maravilla poder salir a respirar y a ver que la Tierra seguía girando alrededor del Sol”.
 
 

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