Mayo, mes del Trabajo, es ocasión para alternar los temas de política y conflictos laborales con el diálogo sobre los gajes cotidianos de un hombre trabajador que tiene historias, anécdotas y experiencias que contar sobre el viejo oficio en el que a mucho gusto se le ha ido la vida

   Luciano Placencia, armado con tijeras y navajas, ha tenido en sus manos la cabeza de intelectuales, políticos, comerciantes, empresarios, deportistas, curas y miles de gentes de toda clase, cortándoles el pelo desde hace ya casi sesenta años.
 
   Este mes cumple 83, dispuesto a trabajar mientras la vista, que la tiene aún muy clara, le permita. El oficio le ha relacionado con mucha gente, acumulando experiencias y anécdotas brotadas del día  a día en una actividad tan antigua como la humanidad. 
 
   Nacido en Sígsig en 1933, vivió la infancia y la juventud en la parroquia Asunción, del cantón Girón, donde terminó los estudios primarios e hizo amistad con Gil Angüisaca, músico y peluquero del pueblecito rural, quien le enrolaría al oficio y acabó por venderle el sillón de peluquero y sus herramientas, para mudarse a Guayaquil en busca de otros rumbos. 
 
El peluquero en una jornada ciclística.
   Luciano tampoco quiso hacer raíces en la pequeña población y en 1960, cuando se casó con Ibelia Cobos, entró de operario en la Peluquería Garzón, en el centro de Cuenca, para perfeccionar sus habilidades. Siete años después, montó su peluquería propia, que la llamó Moderna, en la calle Benigno Malo, frente al parque Calderón, en los bajos del Seminario San Luis. A finales de los 80s instaló una sucursal en la calle Bolívar, frente al templo de San Alfonso, para atender con personal contratado a la clientela creciente. 
 
   En los primeros años cobraba un sucre por un corte de pelo y poco a poco, por la devaluación monetaria, la tarifa fue creciendo. En 2000, antes de la dolarización, era de cuatro sucres y en la actualidad, cuatro dólares. “En sucres serían cien mil”, dice con asombrado humor, comparando en cifras, los descalabros económicos ecuatorianos. El local frente al Parque Calderón lo arrendaba a la Curia, inicialmente por 250 sucres, que subió a 147 dólares por la dolarización; hace dos años lo cerró para unirla en una sola peluquería frente a San Alfonso, porque los padrecitos le subieron a 800 dólares mensuales, imposible de pagarlos, ni que fuera pelucón!
 
   Por allí pasaron alcaldes, gobernadores, diputados y asambleístas, gente conocida y desconocida. En muchos clientes fieles de por vida, ha visto el transcurrir del tiempo en la cabellera que se fue enrareciendo o encanecía irremediablemente. “Cuando son amigos les embromo la calvicie diciéndoles que por portarse mal en casa la esposa se defiende arrancándoles los pelos”, sonríe.
 
   Cuenta de un cliente que fue desapareciendo, poco a poco, al ritmo de la caída de sus pelos. Cuando ya lo había olvidado, se sorprendió al verlo en la calle, jovial y rejuvenecido, con una frondosa peluca. Saludaron con un abrazo, pero no dejó de recomendarle que se portara bien, pues una riña doméstica podría acabar haciéndole que perdiera la cabeza.
 
   Una anécdota inolvidable le ocurrió con Paco Estrella Carrión, maestro universitario afamado por las improntas de humor blanco o negro. Un día Luciano hablaba de política mientras empezaba por cubrirle con el paño protector, preguntándole ¿cómo le hago el pelo, doctor Paquito?. Entonces éste, amanecido de mal genio, le respondió tajante y colérico: “En silencio, carajo!”. Y Luciano se quedó mudo… con los pelos de punta.
 
   En más de medio siglo de moldear cabelleras y afeitar barbas y bigotes, a veces le han traicionado las gillettes o las navajas y ha visto sangrar las mejillas del cliente –del paciente-, por eso tiene siempre listas las cremas que cicatrizan de inmediato. También le ha pasado que alguien le pidió no cortarle mucho y protestó al ver que se habían ido más de la cuenta las tijeras. Y debía socorrerse con algo traído de los cabellos: “Como cuando compra algo que le salió mal, entonces no lleve la cabeza…”. El humor es también cicatrizante.
 
Haciendo música con René Palacios al acordeón y con Deifilio Larriva, de espaldas, entonando canciones.
 
 
   Un hombre llegó con un niño y después de recibir los servicios y agradecerle por la perfección del corte mirándose al espejo, dijo que volvía hasta que le cortara al niño. Cuando pasó una larga espera, le preguntó por su padre. La respuesta temerosa del menor fue que no conocía al señor, pues apareció en la calle y le pidió acompañarle para que se hiciera el pelo gratis... Al instante se dio cuenta de que le habían tomado el pelo, y nunca lo olvida.
 
   A Luciano le encanta su oficio y confiesa ser un enamorado del trabajo que lo escogió aún joven. “Todos los días se trata con gente hacia la cual brota amistad o con desconocidos que luego saludan cordiales en la calle. Yo vivo divertido en mi actividad completamente popular”, dice.
 
   Además, él no solo es peluquero, sino también músico, cuya afición vino de la amistad con el maestro Angüisaca de la juventud aprendiz, con quien compartió tijeras, guitarras y serenos de pasillos, tangos y boleros, en jornadas nocturnas de bohemia. Él ya murió – en paz descanse, dice con respeto- pero fue un artista que fundó la Estudiantina Atenas, dio conciertos en eventos distinguidos de Cuenca y también grabó discos que ahora son joyas de colección.
 
  Y todavía más, el maestro Luciano es hombre de deportes, con predilección por la bicicleta y la natación, que las practica y se defiende a su edad de más de ocho décadas. Por lo menos dos veces a la semana alterna entre estas disciplinas y hasta hace poco emprendía largas pedaleadas, como a Machala o El Puyo, de donde regresaba contento y al pelo, como si hubiese echado canitas al aire.
 
   El personaje tiene además experiencias clasistas, desde que en los años 70 del siglo pasado organizó la Sociedad de Peluqueros del Azuay, que dio luchas de defensa artesanal, promovió seminarios de capacitación y eventos para unir a la gente del oficio, que andaba dispersa y sin ritmo. También estuvo en la Junta Nacional de Defensa del Artesano y logró beneficios para su gremio y para otros gremios. A propósito, cuenta un mal recuerdo de 1999, cuando tramitó la jubilación –aprovechando  sus conquistas ante el Seguro Social- pero fue de los primeros perjudicados por el festín bancario de entonces: el millón y medio de sucres de la pensión recién estrenada, se redujo a cincuenta y pico de dólares mensuales… Sin pelos en la lengua, maldice la estafa que le obliga a seguir en el trabajo que, por más que le guste, es un trabajo.
 
   Luciano Placencia, satisfecho de su vida, espera sin prisa la verdadera jubilación, obligatoria e irremediable, que vendrá más pronto que tarde. Le agrada recordar a muchos aprendices suyos que montaron sus propias peluquerías, como hizo él a su tiempo. Pero es de los pocos viejos para contar de las navajas que restregaba a una tira de cuero para afilarlas, más efectivas que las afeitadores eléctricas de hoy, para rasurar las mejillas dejándolas lisas y sonrosadas como culito de recién nacido.
 
Con una reina, que luce la belleza de su peinado.
   Hoy proliferan las peluquerías, cada cual más elegante, para todo gusto y sexo, también con la presencia de mujeres diestras en las especialidades de la belleza, para damas y caballeros, y para quienes ni son varones ni mujeres. “En fin… son los tiempos nuevos que vivimos”, comenta mucho, en pocas palabras, con humor, el maestro que defiende a los cabellos como un gran don para proteger la cabeza, pero no puede dejar de enojarse si pesca un pelo en la sopa del almuerzo.
 
   Padre de tres varones y una mujer –un hijo ha seguido su oficio-, abuelo de diez nietos, Luciano quisiera que Luciana, la última de tres bisnietos, monte un día, que seguramente ya no verá, una peluquería que lo recuerde. 
 
 
 

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