En pocas semanas el mundo entero dejó de ser lo que fue, una sociedad global, de un dinamismo estresante y desbocado y la confianza ilimitada de que vivíamos “en el mejor de los mundos posibles”

Una microscópica bacteria, que no se sabe a ciencia cierta si surgió de una especie zoológica o de un laboratorio secreto chino, se encargó de poner todo patas arriba. La letalidad potencial del COVID-19 obligó a sistemas de salud y gobiernos a decretar el confinamiento universal, el control poco menos que absoluto de la vida de los seres humanos, y la sospecha frente al otro, por si esté infectado, reemplazando a la famosa “Fraternidad” nacida con la Revolución Francesa hace más de dos siglos.

En el Ecuador, al igual que en el resto de países se decretó el confinamiento, pero con la pésima fortuna de contar con un sistema de salud deficiente, a pesar de que en años anteriores cuando se vivía la bonanza petrolera, se construyeron a troche y moche hospitales y centros de salud, muchos de ellos sin equipamiento. Este vacío, unido a la improvisación, y a la falta de un norte que guiara las acciones de emergencia sanitaria, nos convirtió a mediados de abril en el peor país, donde supuestamente se quemaban cadáveres en plena calle.

Pero más allá de las truculencias mediáticas que tanto nos han desprestigiado, de hecho se han dado verdaderas situaciones que si no fueran trágicas, resultarían parte del “folclore nacional de la corrupción”, como que algunos funcionarios avivatos de centros de salud en Guayaquil cobraran por la entrega de cadáveres a sus familiares, algo que no se ha visto posiblemente en ninguna época ni lugar del mundo en epidemias parecidas, o que se haya querido pagar cientos de miles de dólares por unas fundas mortuorias fabricadas en cualquier taller artesanal clandestino. Es decir, la corrupción ha seguido un nivel de expansión bastante parecido al del Coronavirus. Cabría decir por esta razón, y parafraseando la supuesta profecía atribuida a Santa Marianita de Jesús, de que el Ecuador no desaparecería por las catástrofes, como en este caso el Coronavirus, sino por los malos regímenes.

A la epidemia y el encierro se sumó la realidad espeluznante del desempleo y subempleo, que, rompiendo el confinamiento por una imperiosa necesidad de sobrevivir, sobrepasó las admoniciones de “quedarse en casa”, y quienes ni siquiera tienen casa deambulan cual fantasmas en una película de terror, buscando algo para llevarse a la boca. Esto y mucho más se ha desvelado en una sociedad que se presume democrática y civilizada. Cual un viaje dantesco al núcleo del infierno de las desigualdades sociales, hemos visto, claro que desde lejos y “quedándonos en casa”, a familias enteras contagiadas, a las cuales nadie visitaba para tomarles muestras del virus, o darles alguna ayuda.

Sin necesidad de “semáforos” sanitarios, lo del distanciamiento social, mejor dicho, desigualdad social, es una realidad mucho más grave que el propio Coronavirus, esto se desnudó dramáticamente en la pandemia

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