La mayoría de los delincuentes conservan un fondo de moralidad que es posible explotar, son sensibles al rechazo de la sociedad, sienten desprecio por sí mismos, anhelan el perdón de sus allegados y de la comunidad y reconocen a menudo que merecen la sanción que se le ha impuesto

En esta misma columna, edición N° 138, de mayo de 2003, al referirme a la cárcel en el Ecuador como una institución perversa decía que su universo es horrible, donde toda veleidad de remordimiento desaparece para en su lugar alimentar un profundo sentimiento de revancha. Las cárceles convertidas en meros lugares de exclusión y segregación son sinónimo de injusticia y sufrimiento inútiles, bodegas de presos en donde no hay espacio para el desarrollo de programas eficaces de reeducación ni presupuestos penitenciarios, para resolver los conflictos individuales o sociales que el crimen suscita y le pone en una situación de crisis permanente, cuestiona su legitimidad o permanencia, y obliga a pensar en respuestas estructurales por el sistema penal vigente.

    La situación en los cincuenta centros penitenciarios en el Ecuador está peor que antes y se desenvuelve en un estado de permanente alerta y zozobra, en cuyo interior gobierna una suerte de bandas criminales que imponen su ley y desde donde, con su liderazgo y apoyo de sicarios mandan a matar.

   El gobierno declaró estado de excepción en el sistema carcelario ante el deterioro de los centros penitenciarios y los hechos criminales que se repiten de manera sistemática. Es un nuevo intento por solucionar la crisis y la reinserción, un camino lleno de obstáculos que hasta ahora solo genera grave conmoción. La defensoría del pueblo detectó diecisiete problemas en las cárceles del país. Entre estos, el hacinamiento, la corrupción, la escasa y pésima comida, la poca atención médica y psicológica y la falta de programas de rehabilitación. El estado de decepción está por encima del estado de excepción en vigencia.

   Pensar que, en una época supuestamente científica de los estudios penales, es imposible afirmar que un día la humanidad alcanzará un grado de perfección que haga innecesarias las prisiones. Y en los tiempos que corren no podemos prescindir de ellas. La sociedad moderna considera que el castigo, es decir, el hecho de establecer una correlación entre el delito y la sanción, es indispensable. Este carácter correlativo de la pena procede de la naturaleza misma del mecanismo instaurado para luchar contra la criminalidad –la amenaza penal, indispensable para la prevención-, pues pese a todos los estudios de criminología realizados hasta hoy, crímenes y delitos siguen perteneciendo al ámbito de lo impredecible y lo contingente. Hay, pues, que castigar. El castigo, no obstante, no debe atentar contra ciertos derechos inalienables del ser humano, y sobre todo, ha de ser proporcionado al principio causado y al grado de culpabilidad.

   El drama actual de la prisión es que engendra más problemas éticos, sociales, psicológicos y económicos que los que resuelve. La rehabilitación propuesta en numerosas legislaciones penales del mundo ha contribuido en la práctica a generar frustración, desesperanza y rebeldía contra una sociedad que cierra sus puertas a los ex detenidos. La justicia sigue pues en busca de medidas de ejecución penal que respondan eficazmente a la necesidad de reinserción social y moral de los delincuentes.

Salvo casos en que el delincuente representa un peligro constante y concreto para la sociedad, se impone encontrar penas sustitutivas de la privación de libertad con auténticas virtudes educativas. Los penalistas coinciden en que la mayoría de los delincuentes conservan un fondo de moralidad que es posible explotar, son sensibles al rechazo de la sociedad, sienten desprecio por sí mismos, anhelan el perdón de sus allegados y de la comunidad por la falta cometida y reconocen a menudo que merecen la sanción que se le ha impuesto. Es frecuente que los delincuentes se entreguen voluntariamente a la policía o incluso busquen en el suicidio una liberación.

   Sólo daremos solución a los problemas penitenciarios si se los considera como subsistemas integrados, junto con otros como la justicia social, la fuerza pública y el poder judicial, en un sistema más basto, el de la sociedad en su conjunto. Ello exige la intervención de todos los sectores sociales a condición de que los prejuicios y la indiferencia no frenen la acción de sus representantes. La solución al problema que plantea el sistema penitenciario exige una concepción novedosa del régimen carcelario y la instauración de medidas de sustitución que permitan preparar al condenado para el ejercicio de una ciudadanía responsable.

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