La nueva generación de jóvenes leía a Nietzche o a Marx y miraban en la Revolución de Octubre en Rusia, el “faro de la humanidad”. Por entonces surgía una literatura y un pensamiento socialistas, y jóvenes como G. h. Mata escribían furiosos poemas contra la explotación de los artesanos de la paja toquilla.

En el pasado siglo XX, hubo una década, que junto con la de los sesentas, marcó hitos y se recordó como un decenio de fiesta continua, en Norteamérica y Europa, antes de caer en el foso de la Gran Depresión y sus secuelas, el fascismo, nazismo, y finalmente la Segunda Guerra Mundial.

En el Ecuador, los años veinte fueron los del pacto liberal conservador, cuando finalizadas las épocas de los combates armados entre liberales y “curuchupas”, se estableció una especie de paz, siempre relativa, en la cual los conservadores y el clero católico trataron de “salvar los muebles”, mediante un resignado soportar a los gobiernos liberales, laicos y anticlericales, pero conservando grandes espacios de poder, en las provincias de la Sierra, principalmente, donde el latifundio, el concertaje, el dominio de los sectores tradicionalmente en el ejercicio del poder, apenas cambió. Los patrones seguían férreamente en los poderes locales, y los sectores medios y populares, sujetos a un ejercicio del poder entre paternalista y brutal, según las circunstancias.

Sin embargo, la Revolución Liberal había producido la eclosión de un nuevo actor, la clase media, o las clases medias, si se quiere, antes reducidas a un papel del todo subalterno respecto al gamonalismo serrano o la Plutocracia agroexportadora de la Costa. Las clases medias, con la extensión de la educación, formó pronto un núcleo pequeño pero aguerrido de la intelectualidad y la política.

Cuenca, por entonces, años veinte del pasado siglo, vivía aún en una burbuja autocomplaciente –lo autocomplaciente continúa aún en diversos campos- donde las familias potables proseguían su vida apacible, con legiones de “chinitas” en las añosas casonas, y un nutrido grupo menestral de artesanos que les hacían todo “baratísimo”, herreros, zapateros, sastres, albañiles, carpinteros, joyeros y ebanistas. Sin embargo, en los campos, el sonido de quipas y bocinas se volvía por momentos amenazador. La “indiada” se levantaba, cercaba la ciudad, imponía temor. En el resto de la Sierra, el ejército, desocupado luego de las guerra civiles, empezaba a apuntar sus fusiles hacia los campos. Masacres en Tungurahua, Chimborazo y Pichincha. Los indígenas ya no querían seguir sujetos a servidumbre. En el Austro, y concretamente los alrededores de la apacible y religiosa ciudad morlaca, la falta de sal y su consiguiente especulación, ocasionaban la “Huelga de la Sal” y las consiguientes masacres, luego reducidas a unos cuantos indios muertos”, cuando jamás se sabrá cuántos indígenas, ancianos, adultos, mujeres o niños, quedaron regados en Sinincay, Jima, Quingeo o Jadán. Un piadoso olvido siguió a ese sacudón, que por primera vez fue atribuido a unos “blancos que andan agitando por las haciendas y los minifundios”.

Estos “blancos” eran la nueva generación de jóvenes que leían tanto a Nietzche como a Marx, y que miraban en la lejana Revolución de Octubre en Rusia, el “faro de la humanidad”. Por los años veinte de entonces, surgía una literatura y un pensamiento socialistas, y jóvenes como H. h. Mata escribían furiosos poemas contra la explotación de los artesanos de la paja toquilla. “Chorro Cañamazo”, el fiero poema épico de Mata, sería secuestrado por disposición o sugerencia del Patriarca Coronado, Remigio Crespo Toral. Los tiempos cambiaban vertiginosamente. Los escultores ya no tallaban santos sino rudas manos de obreros, rostros indios. Los jóvenes en las aulas universitarias, leían el Manifiesto de Córdoba, salían, con sus bastones y sombreros, por primera vez a las calles, para proclamar la lucha social, ante la espantada mirada de religiosos y pudibundos caballeros y beatas espantadas en los atrios de los templos.

 

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