Gran parte de la población mundial profesa la religión católica. Su Iglesia –la Iglesia de Cristo- ha hincado raíces profundas en el espíritu y la vida de los habitantes y ha sembrado semillas de frutos óptimos en temas de solidaridad, respeto a los valores humanos vinculados a la dignidad, la solidaridad y el amor al prójimo.

   Además su catequesis y pedagogía han formado por siglos a generaciones de hombres y mujeres que honraron y honran las más variadas expresiones de la cultura, la política, la administración pública y, sobre todo, la vida cotidiana. Merece, por ello, el reconocimiento no solo desde el punto de vista religioso, sino como institución milenaria que ha hecho llevadera la convivencia y más justa a la sociedad, más buenas a las personas.

   No obstante, una crisis gravísima contamina a religiosos de todas las jerarquías eclesiásticas en diversas partes del planeta: la pedofilia y la pederastia. Hablar de este fenómeno no es atacar a la Iglesia, sino poner los casos lamentables en conocimiento de la colectividad, con el ánimo positivo de reclamar la depuración de los líderes y miembros, para separar a los leales elementos clericales –que son los más- de aquellos que deben ser alejados de sus oficios y de sus fieles.

   Los sistemas de comunicación de hoy han facilitado que los casos escandalosos relacionados con estos capítulos, sean conocidos por todos los públicos del mundo. Ya no es posible detener o encubrir la verdad y lo que urge es que las jerarquías de las naciones y el Vaticano, emprendan una cruzada para recuperar la confianza y la honra, bases sobre las que se levanta la razón de ser de la religiosidad.

 

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