Los cabellos blancos siguen el curso natural de la gradiente encefálica y cuelgan desordenados con picardía sobre la frente, como el declive de las chozas. Medardo Torres Ochoa no parece peinado, sino lamido.

El rostro moreno, curtido por la intemperie de la profesión, contrasta con el blancor agresivo de la cabeza del hombre de 72 años, blanco y negro por fuera, con una sensibilidad de colores encendidos por dentro.

La elegante informalidad del aspecto lleva a la conversación más que a la entrevista. El curriculum está resumido en cientos de diplomas, acuerdos, pergaminos y condecoraciones exhibidos en el estudio. "Ya no hay espacio, ojalá no me dieran más, pero quién sabe...", lamenta mientras abre un mueble donde están perfectamente enmarcadas bajo vidrio, una sobre otra, decenas de constancias de homenajes y agradecimientos.

El ingeniero Medardo está inundado en diplomas. También en recuerdos, empezando por los de la juventud, cuando le dieron fama de loco -que no la ha perdido-, por hacer cosas insólitas, como ofrecer serenatas a las novias con un piano cargado sobre una volqueta.

En 1945 hizo un raid internacional en bicicleta, acompañado por Francisco Morales, para llegar estropeado a Bogotá en dos meses de aventura por las carreteras ecuatorianas casi tan más malas como las actuales.

"Tengo presente y revivo el episodio de los negros del valle del Patía que nos brindaron guarapo de bienvenida, pero nos obligaron a competir para ver si eran más veloces las bicicletas o sus caballos: ellos nos seguían amenazándonos con machetes y ganamos la prueba pedaleando desesperados hasta reventar para dejarlos lejos", recuerda.

En 1950 fue jornalero de pico y pala del Ministerio de Obras Públicas, para construir el puente de El Vado. Su padre había sido cancelado de profesor del colegio Manuel J. Calle, acusado de socialista, por lo que Medarlo fue a pedirle un empleo al Gobernador Enrique Arízaga, autor de la orden contra su padre: el puesto de peón lo aceptó como un desafío a la burla de la propuesta y le agrada que conste en su curriculum.

Graduado de ingeniero en 1953, en Cuenca, hizo estudios de Economía en la Universidad Central y fue con una beca de hidráulica aplicada a Alemania.También cursó en México una especialización sobre administración de empresas y presupuestos.

Su realización está en los ámbitos de la ingeniería y la docencia. Entre sus obras hay decenas de puentes construidos en Cuenca, en las provincias de Guayas y El Oro, los coliseos de Cuenca y Azogues, el local de la llantera, los hospitales de Lea y Solca, pabellones de la Universidad de Cuenca y muchas otras cosas.

Medardo Torres, católico porque le bautizaron y por tradición familiar, ha hecho obras religiosas como el palacio arzobispal de Azogues, la restauración de la basílica de San Francisco en esa misma ciudad, la iglesia de Suscal y edificios educativos de los salesianos. Por añadidura, ha sido asesor económico y apoderado de las religiosas del Carmen de la Asunción.

Estuvo presente en el desastre de La Josefina, como Presidente del Consejo de Programación de Obras Emergentes, de abril de 1995 a agosto de 1998. En alarde de tosudez y locura, se empeñó por la carretera Descanso-La Josefina-Caguazhún, desafiando a los técnicos del Consejo de Universidades y del Ministerio de Obras Públicas, según los cuales era imposible recuperar el trayecto perdido por el fenómeno geológico más desastroso de la historia del Ecuador.

"Los estudios de factibilidad costaron 60 millones de sucres y el Ministerio de Obras Públicas invirtió dos mil millones para probar que no era posible la carretera. Además, esos estudios concluyeron cuando la vía entró en servicio", se jacta el viejo profesional a quien los habitantes de Gualaceo le erigieron un monumento.

En la Facultad de Ingeniería se jubiló en 1985 después de 30 años de docencia. Fue Vicerrector de la Universidad y ejerció de profesor en los colegios Benigno Malo y Manuela Garaicoa. Actualmente dicta Administración de Empresas en la Universidad del Azuay.

"La ingeniería y el magisterio han sido las grandes pasiones de mi vida y seguiré trabajando en ellas mientras tenga fuerzas", asegura el hombre robusto, a quien los años parecen fugar por la cabeza encanecida, con pelos relamidos que le infunden gracejo juvenil en el rostro.

 

VIDA, NADA TE DEBO...

Padre de cuatro hijos y siete nietos vivos -un hijo y un nieto fallecieron tiernos-, Medardo Torres confiesa ser un hombre feliz. "No soy acaudalado, pero no me falta nada. Aunque me han acontecido cosas dramáticas, más tengo que agradecerle que reclamarle a la vida".

El recuerdo de su esposa le enternece. Había conocido a Hildegard Reyes Birnfeld en Quito, cuando fue a su postgrado de economía en la Universidad Central.

Elizabeth, la futura suegra, alemana, cumplía una misión pedagógica de asesoría al gobierno ecuatoriano. Era una virtuosa del piano, con quien hizo liga, pues Medardo, el joven de las audaces serenatas, encontró el instrumento ideal para exhibir sus atributos musicales ante esa familia.

"El piano de los padres de Hildegard era una maravilla, con historia. Había venido en huandos -sobre hombros de peones- por Molleturo a Cuenca, a propiedad de Hortensia Mata, a comienzos de siglo. Tras pasar por varios dueños, llegó a manos de los Reyes Birnfeld en Quito. Regresé de la beca con Hildegard y con el piano. Por añadidura, con la mejor biblioteca de partituras de música nacional, internacional y clásica", afirma el ingeniero al que le rebrotan ánimos y recuerdos conquistadores.

El matrimonio lo había oficiado en la Catedral Metropolitana de Quito el arzobispo Carlos María de la Torre, en 1953, con mucha solemnidad. Ella murió en 1982, cuando aún no habían nietos. La voz del ingeniero y maestro se torna pausada. Es la voz del viudo.

"Pero pese a todo soy un hombre optimista" -reacciona-, y confiesa que entre los placeres mayores luego de las jornadas que empiezan temprano las mañanas, está arrancarle notas y música a ese aparato cargado de historia, de afecto y de recuerdos.

También le gusta leer versos y aprenderlos cuando le calan los huesos y los sesos, como aquel de Amado Nervo que recita de memoria: "Amé, fui amado..., el sol acarició mi faz./ ¡Vida, nada me debes!/ ¡Vida, estamos en paz ¡"

Septiembre de 1999

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