La catástrofe fue un espectáculo con muchos protagonistas muertos, angustiados sobrevivientes y millones de espectadores conmovidos, solidarios o exhibicionistas.

 

El desamparo de quienes quedaron sin casas donde llorar, puertas adentro, fue un drama inclemente difundido al mundo en reportajes inolvidables: episodios que sólo parecían darse en remotos lugares, entristecieron rostros conocidos y agredieron paisajes familiares.

 

Ahora, diez meses después de la tragedia, la pesadilla de la angustia no existe y los miserables que lo perdieron todo miran con satisfacción rebrotar el verdor del campo y presienten la proximidad de la casa nueva, donde la vida seguirá hundiendo raíces fuera del maldito suelo cuarteado.

 

Cerca de Gualaceo -tan distante hoy de Cuenca como hace más de medio siglo-, surgen con rapidez pueblitos entre la vegetación vital de los huertos y los pedregales que destruyeron las riberas del Santa Bárbara.

 

En Caguazhún, Bulzhún y Bulcay, sitios próximos al río otrora afamado por la poesía de sus orillas, aparecen urbanizaciones para más de 80 familias a las que se truncó inpesperadamente la vida cuando el caudal regresó contracorriente y arremetió con furia incontenible.

 

La curia de Cuenca concluirá en marzo 76 casas de dos plantas, construídas por 835 millones de sucres, con donativos de organismos públicos y privados.

 

Los damnificados participan con mano de obra, fabricación de bloques de cemento, entrega de madera y otros materiales, para hacerse acreedores a la vivienda cuyo valor sobrepasará los 12.6 millones de sucres, pero no pagarán nada por ella.

 

En Caguazhún llama la atención una obra silenciosa y efectiva de otra organización religiosa, los Testigos de Jehová, que en marzo terminará 20 viviendas levantadas apenas a 200 metros de distancia de la urbanización de la curia.

 

Sin promociones publicitarias, ni contratos con organismos gubernamentales o no gubernamentales, el programa se financia con aportes de los correligionarios del mundo y en él trabajan albañiles, carpinteros, soldadores, ingenieros y arquitectos de la propia congregación, sin cobrar un centavo.

 

Las viviendas, de una planta, tienen áreas equivalentes a las del programa de la curia, pero apenas costarán cuatro millones de sucres: “Se debe a que no pagamos la dirección técnica, la planificación, la mano de obra, y manejamos los recursos con rigurosa severidad”, afirmó Laurentino Sánchez, presidente de la Sociedad de Testigos de Jehová, máxima autoridad legal de la congregación en el Ecuador.

 

En el paraje entre las casas próximas a terminar, la belleza del paisaje que quedó intacto y los escombros a orillas del río Santa Bárbara, llama la atención el acabado sobrio, pero distinguido y de exquisito gusto del Salón del Reino, templo y lugar de reuniones comunitarias, lo primero concluído.

 

El antiguo Salón del Reino fue arremetido por la bravura del río el uno de mayo pasado, junto con las vivienas y propiedades de campesinos pertenecientes a la organización religiosa, que ahora recibirán de ella su nuevo techo propio.

 

Al margen de consideraciones doctrinarias y con el respeto a las creencias religiosas -todos los caminos llevan a la misma parte-, merece reconocerse la obra de los Testigos de Jehová en Gualaceo, aparte de su beneficio inmediato, por el contenido humanitario y permanente de quienes sirven a la sociedad alejados de la ostentación y el exhibicionismo.

 

El Consejo de Programación de Obras Emergentes financiará la infraestructura sanitaria, los accesos viales y agua potable de las urbanizaciones, servicios que Iván Montesinos, director de la unidad ejecutora de las viviendas de la curia, asegura estarán listos al entregar las casas a los beneficiarios.

 

Además, la curia ha previsto formar líderes y capacitar a los habitantes de los nuevos poblados para que se desarrollen a partir de sus inicitivas propias, formen microempresas familiares y trabajen en áreas conmunes de cultivo, crianza de animales menores y hasta compartan actividades sociales o deportivas.

 

Después de la tragedia, los damnificados de La Josefina y de las áreas aledañas ya no son los mismos; las desgracias dejan enseñanzas aunque sus precios sean altos y duros, pues robustecen el ánimo, estimulan la solidaridad y aportan a la superación individual y colectiva.

 

Para muchas familias, el derrumbe del Tamuga fue la mejor oportunidad para esperar su casa, pues cuidaban propiedades ajenas, vivían en condiciones infrahumanas, olvidados del mundo, ahogados en carencias, y después de poco relizarán lo que para miles de campesinos es sueño imposible: la casita propia.

 

 

 

Febrero 4 de 1994

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