El grupo que llevaba palos y recipientes iba en busca de agua. Los palos para defender la ración que logren recoger si tienen suerte en alguna fuente natural aledaña. Los lugareños se ven obligados a enemistarse en su lucha por conseguir el líquido vital
 
Cuando vemos en nuestro país a la gente bebiendo agua de botella o limpiando su auto con una manguera, no nos cuestionamos siquiera la provisión de este elemento esencial para la vida. Es más, nuestras fiestas de Carnaval son parte de la tradición popular y el uso excesivo del agua en ese contexto es simplemente parte de la celebración. Esta última tradición es, de hecho, el motivo por el cual he vuelto a pensar en una vivencia ocurrida hace poco más de una década atrás.
 
   Estamos en Kenya, cruzando una larga carretera hacia el Parque Nacional Masai Mara. El chofer de nuestra furgoneta se detiene un instante en el camino para fumarse un tabaco y estirar las piernas. Cierre sus ojos e imagine una carretera de tierra. La coloración es amarillenta debido a los minerales de la zona. A los lados de la carretera, se levanta un pueblo pequeñísimo con casas muy modestas de una planta. Sentados en los umbrales, vemos a unos cuantos perros desnutridos y a niños que andan descalzos o, en algunos casos, desnudos. Además, las fachadas de las casas están cubiertas por propaganda electoral. El ambiente no se diferencia mucho de aquel que vemos en los pueblos que se pasan a lo largo de las carreteras costeras de Ecuador. A la larga, el ser humano tiene mucho en común más allá de la cultura propia que le diferencia de otros grupos.
 
 
   Nuestra furgoneta se encuentra aparcada en la puerta de una tienda donde se venden escasos productos, empolvados por la actividad de la carretera. Por el centro del camino principal, vemos aparecer un grupo de aproximadamente diez hombres. Cada uno lleva un palo en una mano y, en la otra, un recipiente de plástico. Pese a lo extraño de esta escena, en ese preciso momento no me alarmo ni me llama mucho la atención que lleven palos en la mano. Estamos en una zona agrícola y ya en otras localidades hemos visto gente que lleva toda clase de herramientas rudimentarias.
 
   El grupo pasa dándole una mirada indiferente a nuestra furgoneta. Entretanto, del interior de la tienda sale un hombre que tendrá unos treinta años si mis cálculos no me engañan. Espera a que el grupo se aleje. Me sonríe preguntándome ‘Water’? es decir, ‘¿Agua?’. Le contesto que ‘no gracias’ mientras levanto una de las seis botellas de un litro de agua que llevamos para beber a lo largo del camino. Lo hago para que sepa que el motivo por el cual no le compro agua es que dispongo de suficientes botellas. Me mira extrañado como si no entendiera mi respuesta, demostrando su sorpresa y, aparte, una decepción que, supongo, se debe a que no le voy a comprar agua.
 
    Al reanudar la marcha, el chofer nos explica que esa zona de Kenya está pasando por una nueva sequía. Es enero y, por lo tanto, época invernal de África en la que se espera que la lluvia haga rebosar lagos y fuentes naturales. Comprendemos que el grupo que llevaba palos y recipientes plásticos iba en busca de agua. Los palos son para defender la ración que logren recoger si tienen suerte en alguna fuente natural aledaña. Los lugareños se ven obligados a enemistarse en su lucha por conseguir el líquido vital.
 
   Entonces comprendo el malentendido: el hombre que salió de la tienda no estaba ofreciéndome agua en venta. Me estaba preguntando si tenía una botella que pudiera darle.
 
   Nuestros viajes a África siempre han tenido momentos similares que se han presentado ante mis ojos como un sueño debido a los tintes irreales que tienen. Pero eso que a mí me ha parecido irreal es parte de la vida cotidiana de otros. Recientemente, un reportaje sobre la sequía extrema del pasado enero en Bolivia, puso en perspectiva el hecho de que el clima presenta síntomas urgentes a nivel mundial.
 
   Suelo escribir sobre el lado divertido de viajar. En esta ocasión, el artículo expone un aspecto alarmante de Kenya y lo hago porque hay experiencias que nos abren los ojos. La abundancia de agua no la tiene garantizada ninguna zona del planeta. Esa garantía se pierde ahora más que nunca, cuando el calentamiento global, consecuencia entre otras cosas de la contaminación, se deja ver a través de comportamientos climáticos anormales.
 
   El discurso de que hay que cuidar el agua ya no es un alegato de los ambientalistas; es el conjunto de palabras que necesitamos poner en práctica. No hace falta viajar y ver sequías en lugares lejanos. Basta con preguntarse: ¿Siempre está rebosando mi fuente de agua natural más cercana?
 
 

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