Solemne sesión ampliada del Consejo Universitario por el sesquicentenario. En primer plano la Vice Rectora Catalina León, el Rector Pablo Vanegas, la Vicepresidenta encargada de la República, María Alejandra Vicuña y, el Secretario procurador del Plantel, Francisco Piedra Oramas.

La Universidad de Cuenca, en acto solemne, conmemoró  el 18 de octubre el sesquicentenario de su fundación. La Vice Rectora, Catalina León Pesantez, presentó el acto con un recuento académico, histórico y de los aportes con los que el Plantel ha hecho presencia en el desarrollo de Cuenca y del país. Presentamos partes medulares del valioso documento:

El primero de enero de 1868, el doctor Benigno Malo, en el discurso inaugural, expresó que “las universidades han sido los promovedores más poderosos del progreso humano”. Consideraba que la inauguración de la Corporación del Azuay abriría la posibilidad de progreso para la región y el país.

   Hacia mediados del siglo XIX, el impulso de la modernidad capitalista, generó la necesidad de dignificar los oficios, otorgándoles un carácter profesional, y creando nuevas facultades relacionadas con el estudio de la física y las matemáticas.

   La concepción del mundo, de Benigno Malo, quizá adelantada para su tiempo, recuperó la capacidad de las mujeres como promotoras del desarrollo de las ciencias. En el discurso, sostuvo la necesidad de crear la escuela de Obstetricia. “Educad a la mujer, y veréis cómo transforma el mundo”, exhortó con un profundo sentido de sensibilidad humana.

   La Universidad ha ido configurando sus propias estructuras, a tono con el ritmo histórico de “Nuestra América”. A comienzos del siglo XX, el legado de la Reforma de Córdoba, expresado en el tránsito de una estructura clerical y elitista hacia la autonomía universitaria, el cogobierno, la extensión universitaria y el compromiso con las demandas sociales e históricas de los pueblos, modificó el entorno político-académico.

La Vice Rectora en su intervención.

   La atención a las demandas y la vocación de compromiso social han sido aspiraciones que orientaron estos ciento cincuenta años de vida universitaria; sin embargo, su tránsito no ha sido lineal. La crisis de la sociedad, revelada en el “largo” transcurrir hacia la modernidad y modernización del capital en el Ecuador y en nuestra región ocasionó, en la educación superior, rupturas en los conceptos de universidad y en los paradigmas epistemológicos. Esto ocurrió porque no se apartaron de los problemas sociales.

   Históricamente, la relación entre universidad y poder ha discurrido entre fuertes tensiones. Es suficiente mencionar los acontecimientos liderados por el presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios del Ecuador –FEUE–, Leonardo Espinoza, en oposición a la Dictadura Militar de 1963, y a las pretensiones de implementar universidades al servicio de los intereses dictatoriales. O recordar los efectos políticos y académicos de la II Reforma Universitaria propuesta por Manuel Agustín Aguirre, cuyo eje fue construir una universidad democrática, basada en el libre ingreso, en el cogobierno y en la ciencia e investigación como conciencia crítica para la liberación del pueblo oprimido. Esta visión se plasmó en la organización de las facultades en áreas: técnicas, sociales y de la salud. Las reformas se realizaron a la luz del materialismo dialéctico e histórico.

   Las universidades se convirtieron en un campo de batalla ideológico-político que estimuló la discusión epistemológica y metodológica. Fueron duras décadas de confrontaciones para las universidades ecuatorianas, mediadas por la política continental y transcontinental del capital. Pero fue un momento para repensarla, para volver la mirada a su constitutivo histórico, la universalidad, la totalidad del conocimiento, la racionalidad de sus demandas; es decir, el momento de recuperarla como un centro de docencia, investigación y servicio a la sociedad.

   Aquellos años de conflictivos desencuentros entre los actores internos de la universidad y las políticas gubernamentales, exigieron la crítica y la autocrítica, expuestas en la histórica tesis de Hernán Malo González, quien escribió en 1976 el ensayo Universidad, sede de la razón; y, en 1981, Universidad, institución perversa, textos que expresan, paradójicamente, la proyección teórica de la razón y su concreción histórica en la universidad. Malo recoge el horizonte moderno de la razón; es decir, su sentido crítico hacia sí misma y hacia sus propios productos culturales.

   El ejercicio crítico de la razón no puede estar en otra institución que no sea la universidad, porque es la sede de la razón, y más aún, de la razón en diálogo con las demandas sociales. Las condiciones de existencia de la sociedad de 1976-1981 distan mucho de lo que hoy sucede en el mundo: el flujo del capital hacia su globalización, una recomposición de la geopolítica de los países capitalistas, que ha ocasionado una lenta descomposición de los estados nacionales, el tráfico migratorio por situaciones de pobreza y por los refugiados políticos, el dominio irracional del capital sobre la naturaleza y el medio ambiente; las guerras por los recursos naturales, el incremento de los terrorismos, las formas de dominación biopolítica para controlar la democracia. En fin, la generación de nuevas formas culturales.

   En el horizonte de la ciencia y de la tecnología, dos descubrimientos fundamentales, en los países postcapitalistas, la cibernética y las biotecnologías, han sacudido los fundamentos del concepto de “identidad humana”. La cibernética empieza a explicar el mundo desde la teoría de los sistemas y de control; es decir, el lenguaje lógico-matemático pretende descifrar el funcionamiento del sistema nervioso y el razonamiento humano. La teoría de la información se convierte en el eje de las teorías de la comunicación.    La inteligencia artificial desea cambiar la singularidad de lo humano, su racionalidad, por un repositorio de información controlado por la teoría de sistemas. Con ello, la cibernética intenta descorporeizar la razón, en el sentido de que el razonamiento ya no sería el atributo que diferencia al ser humano de los otros seres, sino pretende reproducirlo fuera del cuerpo humano en una máquina inteligente.    Esto hace que muchos filósofos celebren la era del posthumanismo.

    El paradigma científico que modifica la “identidad humana” y radicaliza la era posthumanista es el desarrollo de las biotecnologías, cuyo objeto de estudio es la investigación y manipulación de células de origen animal, vegetal y humano. Los “avances” de la biotecnología después del descubrimiento del genoma humano, nos han puesto en una situación de concebir al ser humano como pura corporalidad. Esto quiere decir que el cuerpo se ha convertido en el lugar privilegiado para todo tipo de experimentos; podríamos sugerir que la conciencia se ha refugiado en el cuerpo como ente biológico; a tal punto que la angustia, la tristeza, la felicidad, la soledad, los comportamientos de las personas, se curan con químicos o fármacos.

   Ahora enfrentamos la tendencia a absolutizar el conocimiento científico; algunos filósofos, consideran que estamos ante la “biologización de la cultura”, cuyo riesgo radica en la presencia de un determinismo genético que anularía la concepción del ser humano como ser moral y dueño de su propio destino. Desde el punto de vista biopolítico, el Estado y las compañías e instituciones que posean aquel tipo de conocimiento, estarían en condiciones de controlar al individuo y a cada sociedad.

   Por todo ello, más que en otra época, hoy necesitamos volver al planteamiento de Hernán Malo para retomar la fuerza crítica de la razón y establecer un diálogo entre razón y universidad, en un momento de la historia amenazado por los efectos de la inteligencia artificial, en el sentido de que la razón ya no sería uno de los atributos del ser humano.

   Razón y universidad necesitan dialogar porque, paradójicamente, las racionalidades no están exentas de la seducción del mercado y podrían ser lanzadas a la irracionalidad. La universidad ya no sería la sede de la razón, sino el lugar de la irracionalidad, convirtiéndola realmente en una institución perversa.

    Hoy, es un imperativo de la Universidad y de la sociedad, dialogar críticamente sobre qué universidad queremos construir, y qué sujetos queremos formar. De las respuestas, dependerá el destino de la Educación Superior como un derecho humano, la autonomía, el cogobierno, la disponibilidad presupuestaria, la democratización, la libertad de cátedra, el uso ético-social de la ciencia y la tecnología, la socialización del aprendizaje, la flexibilización de las mallas curriculares, el respeto a las diversidades, la equidad de género, los derechos sociales de profesores, empleados, trabajadores y estudiantes.

   En este Sesquicentenario, debemos agradecer a los ex rectores, en la figura emblemática del Dr. Carlos Cueva Tamariz; a todo el personal cuya abnegación ha permitido que la Universidad forje su destino, entregando a la ciudad y al país hombres y mujeres profesionalmente bien formados y éticamente comprometidos con la sociedad.

 

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