por: Rolando Tello Espinoza

En el frontis de la Catedral Vieja está la placa con la leyenda que destaca la importancia de su torre por sobre las pirámides de Egipto.

Juan Seniergues, médico francés de la Misión Geodésica que en 1739 midió desde Cuenca la magnitud y la forma de la tierra, tenía 26 años cuando fue asesinado por una turba dirigida por el Alcalde Sebastián Serrano y el Vicario Juan Bernardino Jiménez Crespo.

Doscientos ochenta años han pasado de esa muerte, ocurrida el 2 de septiembre de 1739, cuatro días después de una pisa con piedras, garrotes y herramientas de labranza en la plaza de San Sebastián, en la penúltima jornada de toros en honor a la Virgen de las Nieves, traída cada año del pueblo de ese nombre, por el día de Santa Rosa.   El origen fue el romance del cirujano con la donairosa Manuela Quezada, por quien el galán habría perdido pies y cabeza, ante el escándalo de religiosos tiempos coloniales y conventuales en los que los amoríos eran pecados escondidos y no libres sentimientos como los del joven europeo que entró al espectáculo del 29 de agosto con la querida al brazo.   

Seniergues ejerció su profesión con generosidad reconocida por los vecinos, pero se abrió discordias por su carácter despótico y sus modales liberales. Un día, llamado a casa del enfermo Francisco Quezada, fue oportunidad para que conociera y se prendara de Manuela, hija del paciente al que el médico se afanó en curarlo. Y también Manuela se prendó del don Juan francés al que correspondió apasionada.   

Pero había un gran conflicto pendiente. Poco antes Manuela  estaba comprometida con Diego de León, pudiente e influyente personaje, síndico del templo de San Sebastián, de donde había tomado joyas de una imagen para obsequiarlas a la joven a la que engañó con promesa matrimonial, pese a su formal compromiso con Rosario Serrano, hija del Alcalde.   

El 20 de agosto de 1739, ya rota esa relación, una esclava enviada por Diego de León irrumpió en la vivienda de la Quezada, para reclamar esas joyas por las que la acusaba de habérselas robado. Y rebuscando por todas partes, las encontró y se las llevó, tras ofender de boca y manos a la joven que se hallaba sola.   

El agraviado padre de Manuela alegó un impedimento para el matrimonio de Diego de León con la hija del Alcalde, demanda que la desistió ante el compromiso de una recompensa económica para Manuela, que no llegó a cumplirse. Al enterarse Seniergues de estos hechos desafió a duelo a su autor, con una esquela terminante, con día y hora para el reto a muerte, que no se dio porque Diego de León escabulló el bulto, asesorado por el Vicario que le secundó aduciendo que los duelos eran prohibidos por la iglesia. No obstante, el francés fue a buscarlo, pistola en mano, pero al intentar el ataque un tropiezo lo echó al suelo y aprovecharon los amigos de uno y otro para evitar que la lid prosperara, al menos de momento.   

León, desairado, decidió tomar revanchas, con el apoyo de aristócratas amigos –inclusive el Vicario- para no permitir que un gabacho desafiara a notables personajes y al pueblo donde nadie antes profanó la moralidad con público amancebamiento. El noble León, además, ya estaba casado con la hija del Alcalde Serrano.   

Cuatro mil almas asistían el sábado 29 de agosto, vísperas de Santa Rosa, a la jornada de toros que empezó el miércoles. La plaza rebosaba de júbilo con comparsas, mascaradas, bandas de música y repiques de campana. Alrededor se habían levantado tribunas con galas de banderas y terciopelos, para las autoridades, para los de la Misión Geodésica y personalidades ilustres, sin que faltara la de la Quezada, que atravesó la plaza oronda y feliz al brazo del novio francés recién conquistado, entre murmullos del público que admiraba y envidiaba a la mujer apodada Cusinga, por sus destrezas y desenvolturas femeninas. Aún hoy, en lenguaje popular, se dice cusi a la mujer hacendosa, bien mujer.   

En una escaramuza apareció un enmascarado con la casaca roja que Seniergues había prestado a Francisco, padre de Manuela, para que luciera en el espectáculo de desafiar espada en mano a otro enmascarado. Manuela creyó que la vida de Francisco corría peligro, pues el rival sería Diego de León. Y Seniergues se precipitó a defender al futuro suegro, pero al comprobar que el bromista adversario era un primo de Francisco, retornó apaciguado al palco.   

No obstante, abucheado por los espectadores, sus enemigos aprovecharon para provocarle una gran revuelta. Nicolás de Neyra corrió a amenazar a Seniergues, mientras el Alcalde Serrano y el Vicario Jiménez Crespo, en mitad de la plaza, convocaban al pueblo a amotinarse y reclamar la prisión del hereje por cuya culpa se suspendería la corrida. El francés, con una pistola en una mano y espada en la otra, enfrentó a la multitud, obligado a retroceder sin escapatoria hacia una barrera, mientras la lluvia de piedras le golpea y derriba sus armas. Se desploma sangrante, cuando Diego de León, que permaneció oculto en el templo, asoma blandiendo una espada e incita a la turba para que acabe con el atrevido francés que le citó a duelo. “Mátenlo, mátenlo”, repite en criminal sentencia de coros y ecos, el populacho vociferante.    

  
César Hermida es autor de una novela histórica sobre el trágico romance del médico francés y la bella Cusinga, de la Cuenca de 1739.

Seniergues, agónico, es llevado a una casa de la plaza de San Sebastián, donde al son de una campanilla ingresa el Comisario del Santo Oficio José Sánchez de Orellana, con los sacramentos postreros de los moribundos, mientras la multitud enfurecida pugna por un asalto final para extinguir el aliento que aún quedaba en ese cuerpo despedazado. Luego es llevado a casa de La Condamine, quien años luego, dejaría escrito: “Seniergues hizo aquella tarde sus últimas disposiciones y murió cuatro días después, 2 de septiembre, en la casa de mi alojamiento y en mi lecho”.   

Seniergues pidió ser sepultado con tonsura y hábito franciscano en la iglesia matriz de Cuenca, la Catedral Vieja de hoy, en cuya fachada una placa todavía dice que su torre es más célebre que las pirámides de Egipto, como referente geodésico del arco de meridiano que permitió comprobar que la tierra era achatada en los polos y sirvió para reconocer universalmente al metro como la unidad del sistema métrico decimal.   

El escribano Vicente Antonio Arízaga certificó la muerte en los siguientes términos: “Doy fe y veo, un cuerpo al parecer muerto, tendido, sobre un estrado con alfombra, amortajado con el hábito de nuestro padre San Francisco, y a su lado con cuatro velas de cera de castilla, de a libra, encendidas en sus candelabros de plata y cuatro sirios de cera de tierra asimismo encendidos y puestos en sus archeros de palo. Y preguntándoles a los circunstantes, que si aquel era el cuerpo de don Juan me respondieron que sí, a quién en vida lo conocí y traté y comuniqué”.   

Desaparecido el Don Juan francés, pasó al olvido Manuela Quezada, la Cusinga del infortunado que gozó de sus encantos sin lograr llevársela consigo a la lejana Europa, como fue su promesa. Ella seguramente jamás olvidaría la tragedia de la que fue protagonista y aún hoy es la estrella del episodio público más notable en la monótona y apacible época colonial cuencana.    

Por el bicentenario de la Misión Geodésica se colocó en 1936 la placa en la Catedral de Cuenca. El general Georges Perrier, delegado del gobierno francés, presidió la ceremonia. Al centro de la foto se lo distingue por su uniforme militar y su rostro aparece a la derecha. Él integró la segunda misión, a inicios del siglo XX.

La Condamine demandó justicia por el asesinato, pero ante la influencia de los acusados todo quedó en nada, a pesar de los simulacros de sentencias condenatorias no cumplidas –como ocurre también hoy en los lares ecuatoriales- pues los causantes de los mayores daños públicos fugan hasta que prescriban las penas, si no reciben homenajes y declaratorias de inocencia.   

En todo caso Manuela, la bella que hace 280 años se entregó en cuerpo y alma al cirujano Seniergues, es personaje novelesco de la historia colonial de la ciudad. Literatos y poetas se inspiraron en su vida y sus pasiones, haciendo de ella un personaje notable de la memoria popular, mientras nadie recuerda a Rosario Serrano, hija del celoso y vengador Alcalde que armó la revuelta y asesinato del cirujano que hizo arder de amor el corazón de una mujer cuencana.


De París al Frances Urco

La Misión Geodésica Francesa integraron los académicos Luis Godín, Pedro Bouguer y Carlos de la Condamine, con los adjuntos José de Jussieu, botánico; Juan Seniergues, cirujano; y los ayudantes Verguín, ingeniero naval; Moranville, dibujante; Hugo, relojero, Couplet y Godín Des Odonais. Los marinos españoles Jorge Juan de Santacilia y Antonio de Ulloa fueron designados por el Rey de España para que se sumaran, al parecer ante el celo por ciertos signos libertarios ya sospechados en América. También vinieron con ellos cuatro encargados de servicios.   

La Academia de Ciencias de París, con apoyo de los reyes Luis XV de Francia y Felipe V de España, quiso investigar la verdadera forma de la tierra, pues desde siglos antes de Cristo era tema de incertidumbres e hipótesis. Unos miembros fueron destinados a Laponia, cerca al polo norte, y otros a América del Sur, en tierras de la Audiencia de Quito, entonces del Perú.   

El 29 de marzo de 1736 llegaron a Quito los miembros de la Misión, a los que se sumó el sabio ecuatoriano Pedro Vicente Maldonado, para iniciar los trabajos en Yaruquí y llegar a Cuenca en agosto de 1739, intrigando a la población, pues más que sabios, se los creía magos o buscadores del oro de Atahuallpa. Seniergues se había anticipado varios meses en llegar a Cuenca.   

La calle donde estaba la casa en la que se domiciliaron los académicos, al término de la subida de El Vado, donde se inicia la actual calle Tarqui, lleva el nombre de La Condamine, el más destacado de los académicos de la primera misión francesa. El centro de operaciones, con telescopios y mediciones trigonométricas, era una loma en la zona de Tarqui, donde dejaron una pirámide como señal de la misión allí cumplida. Los campesinos bautizaron a la colina como Frances Urco, y así se la conoce hasta hoy.

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